Érase que se era, pero dicen que las viejas del
lugar sabían más, y hace ya muchos, muchos años, tantos que
difícil es el contarlos, que un padre con el su hijo salieron, unos
dicen que de Marchena, esotros que de Nebrixa, pero a mí se me
figura que fuera de la importante villa de Carmona, en dirección a
la ciudad de la torre enjaezada para embarcarse rumbo a esas Indias
que un almirante, por nombre don Cristóbal había descubierto no
hacía muchos años.
Esquivias tenían por nombre estos castellanos
del mediodía, y esquivos decían sus paisanos y amigos que eran,
pero no por su capricho, sino por su triste vida, que como habréis
de ir viendo, tantas pesadumbres les daban.
Nuño, que tal era el nombre del
padre, e Iñigo, que así respondía el rapazuelo, eran pobres de
solemnidad, del mucho frío en invierno y de la mucha hambre todo el
año, y puestos en que no tenían nada que perder dieron en pensar en
hacerse a la mar para arribar a esas nuevas tierras de las que se
decía que ataban galgos con longanizas y que las mozas eran de
pechos llenos de una leche ambrosíaca.
Tan sólo contaban con una pobre
acémila a la que, de puro flaca, se le confundía el espinazo con el
escaso vientre y que respondía al nombre alto, sonoro y
significativo de Rocina, acémila que, pobres ilusos, esperaban
cambiar por los pasajes al Nuevo Mundo.
Al poco de salir de su pueblo,
fuera éste Marchena, Nebrixa o Carmona, comentó el padre a su hijo
que montase en la cabalgadura para que no se cansase del tanto andar.
- Mirad padre que habrán de reírse
de nosotros.
- Calla hijo, que en estando bien
nosotros y en estando bien con Dios poco habrán de importarnos las
habladurías de la gente.
Más pronto cayó Nuño en su
ignorancia de las maledicencias ajenas ya que, en llegando al camino
real, unos campesinos empezaron a increpar al chiquillo con estas y
otras razones:
- ¡Serás desvergonzado!. Pues bien
cómodo que vas en lo alto de la mula mientras tu padre se afana en
hacer el camino.
Por no oírlos decidió el padre
que montaría él la acémila y proseguiría Iñigo el camino a pie,
pero no por ello les fue mejor, ya que a las pocas leguas de seguir
su andadura se encontraron con un carro que venía en sentido
contrario acompañado de varios labriegos que andaban a su lado.
- ¡Será hideputa!. Pues bien
montado que va el viejo en la caballería, así que va el niño
andando al lado.
Vuelta a empezar, y hace Nuño que
Iñigo monte con él. Más no con ello contentan a varias pastoras
que apacientan sus ganados al borde del camino.
- ¡Así os castigue Dios en el
cielo!. Que vais destrozando al pobre animal con el peso de los dos
en lo alto.
Desmontan ambos y prosiguen el
largo camino a pie, pero divisándose ya en lontananza la hermosa
Sevilla unos aduaneros les increpan y gritan de aquesta manera:
- ¡Necios, cretinos!. Que vais
caminando lo que podríais hacer en la cabalgadura.
Y de forma tan censurada, padre e
hijo llegaron a la Babilonia de aquellos tiempos, a la sin par ciudad
amurallada y hermoseada por la más alta torre que vieron los siglos,
herencia de moros y recreación de cristianos, y quedaron asombrados
de la gran cantidad de súbditos del emperador que atiborraban sus
estrechas y malolientes calles. Híspalis, Ixbilia, Serva la Bari...
que por todos ellos nombres es conocida, pero que en el orbe entero
es temida y respetada como Sevilla, lonja y puerto de Indias, a donde
llegan diariamente los mayores tesoros y riquezas que imperio alguno
haya podido arrancar; mas pesadumbre es que tal como llegan vanse
para los banqueros de Italia, a Venecia, a Florencia, a Rávena, para
pagar las sangrías de dinero que nuestro señor don Carlos les ha
pedido para guerrear contra el hugonote y los rebeldes flamencos allá
por la Europa.
Iñigo, con su tierna edad, se
asombra de lo aguerrido de los hombres y de los potentes pechos de
las mujeres que, sin rubor alguno, muestran al inclinarse para
limpiar las mesas de las ventas en las que conviven hombres y
monturas mientras atienden sus negocios en la sin par Sevilla. En una
de estas ventas, en el marinero barrio del Arenal, era donde habían
entrado el padre y el hijo a gastar algo de los pocos cuartos que
encima llevaban en un poco de comer y en un parvo beber. Una jarra de
vino aloque y un pan de telera fue lo que se les sirvió para reponer
fuerzas. Atacó de buena gana Iñigo al receptáculo eucarístico y
sirvióse Nuño un buen vaso de sangre de Nuestro Señor cuando
empezaron a llover las críticas.
- Mira el gañán, como bebe del
buen vino mientras deja que su hijo tome un pedazo de pan seco que
poca sangre ha de darle.
Padre e
hijo se miraron sin comprender nada. Optaron pues por cambiar sus
papeles, para no ofender a sus vecinos de posada, y de esta manera,
fue el padre quien probó el pan y el hijo quien bebió vino, más
vanas fueron sus esperanzas de que callaran ahora las diatribas
contra su conducta, sino que bien al contrario, arreciaron como
aguacero de otoño.
- Así se te pudra en el gaznate,
que tomas lo que es de tu padre y niégasle el amor de un buen hijo,
pues es de justicia que sea el mayor quien con el vino se regale.
Salieron a la calle bastante
corridos, con un mohín de aturdimiento en sus continentes, y se
dirigieron al puerto por ver si encontraban alguna carabela, galeón
o galera que a Indias los llevase, y a fuer de ser sincero debo decir
que pronto encontraron una en la que tuvieron aposamiento. La
“Nuestra Señora del Mar” era un galeón de bastante calado que
precisaba hombros fuertes y manos diestras, y con compromiso de
comida y cama en los tres o cuatro meses que durara la travesía,
amén de promesas sobre un futuro dorado en las tierras de lo que ya
empezaba a llamarse América, allá que se fueron Nuño e Iñigo, a
ver lo que Dios y Fortuna les deparaban.
Al día siguiente de dejar la vista
de la Torre del Oro llegaron a Bonanza y enfilaron la mar. Nuño, que
asomado a la borda iba con su hijo, sintió como se le humedecían
los ojos y habló de esta forma a Iñigo:
- Mira esta tierra, Iñigo, que la
nuestra es. Siente su olor, su cielo, sus árboles, porque puede que
no vuelvas jamás a ella.
No fue mal la cosa hasta dejar la
lejana isla de la Gomera, si no fuera porque los marineros hacían
burla de ellos por las nimiedades más simples. Si Iñigo subía a
los palos, comentaban la poca caridad del padre con su pequeño, y si
era Nuño el que trepaba, pues criticaban el poco cuidado que
manifestaba a su progenitor. Al llegar la hora de la comida, que tan
sólo de galletas y agua era llenada, se repetían los comentarios ya
oídos en la venta del Arenal, y tan escaso yantar convertíase
además en fuente de desosiego para ambos. Y que decir del descanso,
en que tanto si el padre usaba la hamaca de arriba era execrado como
si la de abajo usaba.
Pero Dios aprieta, aunque no ahoga,
y por éso navegando en medio de la mar Atlántica, comenzó a soplar
un viento que dio en llevarse a los mil demonios que por allí
anduvieran, y que luego tornara huracán y fuese el galeón a pique
en un abrir y cerrar de ojos, que toda obra humana es contingente
frente a la de Dios, que necesaria es, y trocó en desesperación lo
que en un principio había sido tan sólo temor, y es que Nuño e
Iñigo se vieron en una noche sin luna asidos a un madero cubiertos
de agua océana sus cuerpos y empapadas de lluvia de los cielos sus
cabezas. Así estuvieron varias horas, en las que ya se daban por
perdidos, cuando observaron frente a ellos una inmensa mole blanca
que hendía las olas y que se les aproximaba. Pocas varas castellanas
les separaba ya de ella cuando vieron unas enormes fauces que, en
menos de lo que tarda el gallo en cantar, les engulló y hasta el
madero pasó a las entrañas de aquella bestia marina de la que
enseguida comprendieron que no era otra que el leviatán, el mismo
que tragara a Jonás en el Antiguo Testamento.
Como si fuese un torbellino
llegaron pronto al estómago de la bestia, donde encontraron un
compañero de infortunio. Lázaro, pues ese era su nombre, les contó
que llevaba siete días con sus noches en el interior de la ballena y
les dijo que podían alimentarse del pescado que tragaba y beber del
agua que tenía en su interior. Así lo hicieron Nuño y su hijo,
sentándose el chiquillo en un reborde que había en el vientre del
animal, pero ver ésto y ponerse a criticar fue todo uno.
- ¿Será posible? ¿No habrás de
dejar ese sitio para tu padre, que al ser mayor que tú, estará más
cansado?.
Las críticas de Lázaro no cejaron
en los tres días que duró la estadía de Nuño e Iñigo dentro del
leviatán, pero Dios es misericordioso y quiso que éste enfermara de
una apoplejía y muriera en pocas horas. Aquella muerte, aunque fuera
alivio por no tener que soportar las censuras del pobre Lázaro,
sumió a padre e hijo en una profunda congoja, ya que temían verse
condenados a esa o pareja postrimería. Más no entraba en el plan
divino el que allí acabasen sus días nuestros vecinos de Marchena,
o de Nebrixa, aunque para mí tengo que eran de Carmona, y al tercer
día de estar encerrados, como Nuestro Señor Jesucristo en su
sepulcro, el leviatán los expulsó por su nariz, que en estas
enormes alimañas se encuentra en el lomo, cercana a la cabeza, y por
la que sueltan un chorro de agua que, dicen la gente de la mar, es
admirable de ver.
Nuño e Iñigo se encontraron de
nuevo en la mar, pero a pleno sol, y muy cerca de la costa, a la que
llegaron nadando. Jamás habían visto tierras como aquellas, tan
claras sus arenas, llenas de una vegetación exuberante, con flores
del tamaño de sandías. Probaron algunos de sus frutos y les
parecieron deliciosos. Después de saciar sus hambres cayeron
agotados en la cálida arena, y allá quedaron dormidos y relajados
después de calmar sus vientres con tanta ambrosía de los dioses.
Fuera Iñigo el primero en
despertar y el primero en verlos, y sintió un escalofrío recorrer
su espinazo.
- Padre, padre. Despierte, y vea
ésto.
Despertó Nuño al llamado de su
hijo y vio la playa llena de indios pintarrajeados y con una desnudez
tal que al buen Dios ofender debían. No menos de doscientos debía
haber, y las pinturas que en sus rostros y pechos lucían eran de los
colores más violentos posibles. Así y todo, a Nuño le parecieron
amigables y así se lo hizo saber a su hijo.
- Hijo, no temas, que no parecen
levantiscos.
Algunos de entre los indios no
reían, sino que señalaban a Nuño con el dedo y hacían gestos de
reprobación, hasta que uno de éstos se le acercó y en un perfecto
castellano le dijo:
- Vergüenza debía darte no haber
llevado a tu hijo a la sombra para que allí descansara mejor.
La maldición de los Esquivias los
había acompañado hasta tierras americanas, y al igual que en
España, en el viaje y en el interior del leviatán hicieran lo que
hicieran estaban condenados a ser censurados por todos aquellos que
los observaran. Más parecíales que aquellos indios les miraban con
respeto, casi diríase que con adoración. Y a los pocos días de
haber llegado a aquellas tierras los llevaron al interior de unas
grutas escondidas entre el follaje y en donde vieron los más
maravillosos tesoros que nunca podían haber imaginado. Oro, plata,
piedras preciosas de diversos tamaños. Los Esquivias se admiraron y
regocijaron con ello, pero no alcanzaban a entender el porqué se las
enseñaban, hasta que de esta manera les habló el cacique.
- Éstas son, castellanos, nuestras
riquezas. Estaban destinadas para aquellos que nuestros dioses nos
mandaran cruzando el agua grande. Haced con ellas lo que mejor os
parezca, pues son vuestras. Para nosotros se tratan de metales y
cuentas de colores sin el menor valor, ya que cuando queramos más
tan sólo hemos de cogerlas de esta tierra donde tanto abundan y que
los dioses nos otorgaron.
Padre e hijo se maravillaban y
holgaban con el valor que aquellas alhajas podían tener en las
Españas, y en la vida tan regalada que podían alcanzar con ellas,
pero ¡Ay!, rodeados como estaban de tesoros, que ni el emperador
Carlos podía poseer, cayeron en la cuenta de que nunca saldrían de
aquellas lejanísimas tierras y comenzaron a llorar y a lamentarse
con jeremíacas frases.
- ¡Ay de mí! Con oros y gemas por
doquier me hallo y no sírvenme de nada, porque nunca regresaré a mi
Sevilla, a ver otra vez el río desde el barrio del Arenal, a ver mi
torre enjaezada ni llegareme a mi villa a decir: “Mirad vecinos,
que aquí esta Nuño Esquivias, pobre de solemnidad otrora y lleno de
riquezas por decisión del Altísimo, a quien todo le debemos. ¡Ay
de mí!.
- No os preocupéis, padre. Si así
ha de ser, pues sea, que sólo somos criaturas del Señor, y Él
sabrá lo que nos conviene.
- Pero porqué lloráis como mujeres
si tan sólo estamos a cuatro jornadas de vuestros camaradas. Cargad
con las piedras que queráis, que varios de mis guerreros os llevarán
al puerto donde salen vuestras naves a la tierra de los dioses, de
donde venís.
Al oír aquellas palabras lo que
fueron llantos trocaron en risas, los golpes al suelo en saltos hacia
los cielos, y Nuño e Ínigo se sintieron los más felices hombres
que nunca hubieran pisado la tierra. Hicieron tal y como les había
dicho el cacique, y en pocos días se encontraron en un fuerte
español donde fueron recibidos con todos los honores debido a las
riquezas que transportaban en sus alforjas las cuarenta mulas que les
habían regalado los indios. A los cuarenta días de haber llegado al
fuerte embarcaron en uno de los galeones que partían cargados de
tesoros hacia España desde las Indias Occidentales, y llegaron al
mismísimo puerto de Sevilla, a los pies de la Torre del Oro, y allí
hicieron consigna de sus pertenencias, pagando la parte alícuota al
rey, al buen emperador Carlos I, de quien oyeron que iba a retirarse
pronto y abdicar en su hijo Felipe.
En la ciudad de la torre enjaezada
compraron un palacio cercano a la borceguinería, y como habían sido
tantas las hambres que habían pasado a lo largo de toda su vida, lo
primero que llenaron fue la despensa, de salchichones y morcillas
especiadas, de quesos de todas las formas y colores, de vinillos
aloques y rojos, de salpicón con su ajuelo y llamaron a un cocinero
que les preparaba los platos según antojo o manía, que he de decir,
a fe mía, que pasaron enteros dos meses comiendo, y a decir verdad
pararon porqué llegó la cuaresma, y entonces se contentaron con
guisos de bacalao, con pescados y frutos del mar frescos, con
torrijas y pestiños que Iñigo y Nuño comieron de tal forma que más
parecían Gargantúa y Pantagruel, de los que por aquel entonces
escribía Rabelais en la Francia.
Por darles gracias a Dios Nuestro
Señor, que su Hijo mandó con nosotros para redimir nuestras culpas,
decidieron salir en la triste madrugada del Viernes Santo acompañando
la más prestigiosa cofradía de la ciudad de Sevilla, la Hermandad
de Jesús Nazareno o de las Cinco Plagas, sita en el Hospital del
mismo nombre situado extramuros de la ciudad y cercano a la Puerta de
la Macarena. Acompañándolos llevaron cincuenta disciplinantes cada
uno que iban mortificándose con látigos y arrastrando pesadas
cadenas que laceraban sus tobillos, cosas todas ellas muy del agrado
de la misericordia de Dios, y a los que pagaron un escudo de oro para
que, como plañideras sufrientes, no tuvieran reparos en hacer de sus
penitencias una ceremonia grandiosa que sirviese de modelo y
paradigma a aquella Babilonia sevillana.
Y a partir de aquí los Esquivias
fueron felices y comieron perdices, y lechones cebados, y palominos y
zorzales, y todo aquello que les vino en gana, que para ello no
reparaban en gastos, y fueron acogidos en la corte, y nunca jamás
volvieron a oír aquellas críticas a las que parecían condenados
cuando eran unos donnadies, porque hay que decir que al pobre todo le
está vedado mientras que al poderoso hasta sus tumores y lobanillos
parecen hermosos para todo aquel que los contempla.
- Has de observar, ¡oh, Iñigo!,
que antes, como éramos zócalos, los perros nos hacían sus
necesidades encima pero como ahora somos luminarias nos adoran por
doquier, pero solos tú y yo, y Dios Nuestro Señor que todo lo ve,
sabemos que el mismo Nuño y el mismo Iñigo somos, que solo es
nuestro patrimonio el que ha variado, y este percance basta y sobra
para que nuestras acciones sean ahora ensalzadas y antes, hiciéramos
lo que hiciéramos, fuésemos puestos en solfa por todos los que nos
miraban. Guarda ésto en tu coleto, que el miramiento ajeno debes
buscarlo en la mirada profunda del amigo, y no en la de aquel que
sólo se fije en lo abultado de tu bolsa.
- Ya sé, padre, que aunque joven ya
he vivido lo mío, y todavía recuerdo lo de la acémila al salir de
nuestra villa, y las risas en la venta del Arenal, e incluso las
chacotas y epigramas de aquel pobre Lázaro que nos antecedió en el
vientre del leviatán. Más no os preocupéis que no confio más que
en aquel que me estrecha la mano antes de conocer mis caudales o en
la moza que me mira a los ojos y sonríe sin saber que es al
potentado Iñigo Esquivias al que está mirando.
Quedó Nuño muy contento con las
penetrantes palabras de su joven hijo, y miró pensativo al hogar en
el que ardía la encina. Llevó a sus labios una copa de aquel
vinillo aloque que le trajera ayer mismo el de la taberna de Alcocer
y dióle su plácet. Sintiendo el calor del hogar fuera de su cuerpo
y el del vino dentro de él, recordó aquel clérigo cordobés que le
habían presentado a la salida de la misa del mediodía en la
catedral y al que contó su historia. Un tal don Luis, sí; don Luis
de Góngora y Argote, autor de unas Soledades que estaban dando mucho
que hablar. Pensativo quedó el curilla tras oírlo, como si rumiara
algo, y tras un rato de silencio exclamó “Ándeme yo caliente, y
ríase la gente”, y sonrió de forma enigmática.
Poco podía imaginarse el
Excelentísimo Señor Don Nuño Esquivias, que todos estos títulos
ya poseía, que andado el tiempo el gran don Luis de Góngora
escribiría inspirándose en su historia unos hermosísimos versos
que hablarían por los siglos de los siglos del placentero y buen
acomodo a la vida de aquel que puede y quiere, como habían hecho los
Esquivias después de padecer mil y una calamidades. Un servidor,
modesto cuentacuentos, no me resigno a dejar de transcribirlos, para
que se maravillen de las cimas a la que puede llegar la poesía
castellana. No los lean, por favor, saboréenlos, que son como licor
con abolengo que deleitan al oído y al alma. En voz alta, os ruego:
Traten otros del gobierno
Del mundo y sus monarquías,
Mientras gobiernan mis días
Mantequillas y pan tierno;
Y las mañanas de invierno
Naranjadas y aguardiente,
Cuando cubra las montañas
Y ríase la gente
Coma en dorada vajilla
El Príncipe mil cuidados
Como píldoras dorados,
Que yo en mi pobre mesilla
Quiero más una morcilla
Que en el asador reviente,
Y ríase la gente
Cuando cubra las montañas
De blanca nieve el enero
Tenga yo lleno el brasero
De bellotas y castañas,
Y que las dulces patrañas
Del Rey que rabió me cuenten,
Cuando cubra las montañas
Y ríase la gente
Pasaron aún más años y otra dinastía reinó
en las Españas, y llegó la guerra con el francés, y otra
sangrienta guerra asoló los campos y los páramos de España, y
llegaron mejores años y estos que fueron Esquivias en Esquivel
tornaron, más debo dejar esta historia para otra mejor ocasión, que
al tal Esquivel historias pasaron que narrarlas largo es.
Una última cosa
deciros debo, y es que siempre tuve bien presente la conseja del
mejor escritor que haya dado nuestra tierra, quien en su novela
ejemplar sobre el coloquio de los perros dijo tal que así: “...
los cuentos unos encierran y tienen la gracia en ellos mismos; otros,
en el modo de contarlos; quiero decir que algunos hay que aunque se
cuenten sin preámbulos y ornamentos de palabras, dan contento; otros
hay que es menester vestirlos de palabras, y con demostraciones del
rostro y de las manos y con mudar la voz se hacen algo de nonada, y
de flojos y desmayados se vuelven agudos y gustosos...”. El gran
don Miguel siempre fue acertado en sus opiniones, y en tratándose de
letras hay que oírle siempre; así pues, intenté ornar mis cuentos
de tal forma que volviéranse agudos y gustosos para vuestro solaz,
que es el mío.
Así que, nada más
digo y callo ya para siempre, que habéis de saber que la esencia de
toda lectura cómoda en el silencio consiste, y en dejar que las
letras de molde fragüen en nuestro juicio aventuras y consejas que
grandes parabienes dejen. A más que, una vez que estos mis cuentos
penetraron en los plomos de la imprenta, dejaron ya de ser sólo míos
para pertenecer también al caballero o la dama que, dándoles atenta
lectura, oigan mis voces en su cabeza contándoles las historias que
imaginara yo un lejano día, por mor de esa preciosa arte que
poseemos los humanos y a la que damos por nombre Literatura
En
la ciudad de la torre enjaezada,
a
nueve de marzo de dos mil y un años
Como transcriptor figure:
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