domingo, 3 de marzo de 2013

"... y ríase la gente"





Érase que se era, pero dicen que las viejas del lugar sabían más, y hace ya muchos, muchos años, tantos que difícil es el contarlos, que un padre con el su hijo salieron, unos dicen que de Marchena, esotros que de Nebrixa, pero a mí se me figura que fuera de la importante villa de Carmona, en dirección a la ciudad de la torre enjaezada para embarcarse rumbo a esas Indias que un almirante, por nombre don Cristóbal había descubierto no hacía muchos años.
Esquivias tenían por nombre estos castellanos del mediodía, y esquivos decían sus paisanos y amigos que eran, pero no por su capricho, sino por su triste vida, que como habréis de ir viendo, tantas pesadumbres les daban.
Nuño, que tal era el nombre del padre, e Iñigo, que así respondía el rapazuelo, eran pobres de solemnidad, del mucho frío en invierno y de la mucha hambre todo el año, y puestos en que no tenían nada que perder dieron en pensar en hacerse a la mar para arribar a esas nuevas tierras de las que se decía que ataban galgos con longanizas y que las mozas eran de pechos llenos de una leche ambrosíaca.
Tan sólo contaban con una pobre acémila a la que, de puro flaca, se le confundía el espinazo con el escaso vientre y que respondía al nombre alto, sonoro y significativo de Rocina, acémila que, pobres ilusos, esperaban cambiar por los pasajes al Nuevo Mundo.
Al poco de salir de su pueblo, fuera éste Marchena, Nebrixa o Carmona, comentó el padre a su hijo que montase en la cabalgadura para que no se cansase del tanto andar.
- Mirad padre que habrán de reírse de nosotros.
- Calla hijo, que en estando bien nosotros y en estando bien con Dios poco habrán de importarnos las habladurías de la gente.
Más pronto cayó Nuño en su ignorancia de las maledicencias ajenas ya que, en llegando al camino real, unos campesinos empezaron a increpar al chiquillo con estas y otras razones:
- ¡Serás desvergonzado!. Pues bien cómodo que vas en lo alto de la mula mientras tu padre se afana en hacer el camino.
Por no oírlos decidió el padre que montaría él la acémila y proseguiría Iñigo el camino a pie, pero no por ello les fue mejor, ya que a las pocas leguas de seguir su andadura se encontraron con un carro que venía en sentido contrario acompañado de varios labriegos que andaban a su lado.
- ¡Será hideputa!. Pues bien montado que va el viejo en la caballería, así que va el niño andando al lado.
Vuelta a empezar, y hace Nuño que Iñigo monte con él. Más no con ello contentan a varias pastoras que apacientan sus ganados al borde del camino.
- ¡Así os castigue Dios en el cielo!. Que vais destrozando al pobre animal con el peso de los dos en lo alto.
Desmontan ambos y prosiguen el largo camino a pie, pero divisándose ya en lontananza la hermosa Sevilla unos aduaneros les increpan y gritan de aquesta manera:
- ¡Necios, cretinos!. Que vais caminando lo que podríais hacer en la cabalgadura.
Y de forma tan censurada, padre e hijo llegaron a la Babilonia de aquellos tiempos, a la sin par ciudad amurallada y hermoseada por la más alta torre que vieron los siglos, herencia de moros y recreación de cristianos, y quedaron asombrados de la gran cantidad de súbditos del emperador que atiborraban sus estrechas y malolientes calles. Híspalis, Ixbilia, Serva la Bari... que por todos ellos nombres es conocida, pero que en el orbe entero es temida y respetada como Sevilla, lonja y puerto de Indias, a donde llegan diariamente los mayores tesoros y riquezas que imperio alguno haya podido arrancar; mas pesadumbre es que tal como llegan vanse para los banqueros de Italia, a Venecia, a Florencia, a Rávena, para pagar las sangrías de dinero que nuestro señor don Carlos les ha pedido para guerrear contra el hugonote y los rebeldes flamencos allá por la Europa.
Iñigo, con su tierna edad, se asombra de lo aguerrido de los hombres y de los potentes pechos de las mujeres que, sin rubor alguno, muestran al inclinarse para limpiar las mesas de las ventas en las que conviven hombres y monturas mientras atienden sus negocios en la sin par Sevilla. En una de estas ventas, en el marinero barrio del Arenal, era donde habían entrado el padre y el hijo a gastar algo de los pocos cuartos que encima llevaban en un poco de comer y en un parvo beber. Una jarra de vino aloque y un pan de telera fue lo que se les sirvió para reponer fuerzas. Atacó de buena gana Iñigo al receptáculo eucarístico y sirvióse Nuño un buen vaso de sangre de Nuestro Señor cuando empezaron a llover las críticas.
- Mira el gañán, como bebe del buen vino mientras deja que su hijo tome un pedazo de pan seco que poca sangre ha de darle.
Padre e hijo se miraron sin comprender nada. Optaron pues por cambiar sus papeles, para no ofender a sus vecinos de posada, y de esta manera, fue el padre quien probó el pan y el hijo quien bebió vino, más vanas fueron sus esperanzas de que callaran ahora las diatribas contra su conducta, sino que bien al contrario, arreciaron como aguacero de otoño.
- Así se te pudra en el gaznate, que tomas lo que es de tu padre y niégasle el amor de un buen hijo, pues es de justicia que sea el mayor quien con el vino se regale.
Salieron a la calle bastante corridos, con un mohín de aturdimiento en sus continentes, y se dirigieron al puerto por ver si encontraban alguna carabela, galeón o galera que a Indias los llevase, y a fuer de ser sincero debo decir que pronto encontraron una en la que tuvieron aposamiento. La “Nuestra Señora del Mar” era un galeón de bastante calado que precisaba hombros fuertes y manos diestras, y con compromiso de comida y cama en los tres o cuatro meses que durara la travesía, amén de promesas sobre un futuro dorado en las tierras de lo que ya empezaba a llamarse América, allá que se fueron Nuño e Iñigo, a ver lo que Dios y Fortuna les deparaban.
Al día siguiente de dejar la vista de la Torre del Oro llegaron a Bonanza y enfilaron la mar. Nuño, que asomado a la borda iba con su hijo, sintió como se le humedecían los ojos y habló de esta forma a Iñigo:
- Mira esta tierra, Iñigo, que la nuestra es. Siente su olor, su cielo, sus árboles, porque puede que no vuelvas jamás a ella.
No fue mal la cosa hasta dejar la lejana isla de la Gomera, si no fuera porque los marineros hacían burla de ellos por las nimiedades más simples. Si Iñigo subía a los palos, comentaban la poca caridad del padre con su pequeño, y si era Nuño el que trepaba, pues criticaban el poco cuidado que manifestaba a su progenitor. Al llegar la hora de la comida, que tan sólo de galletas y agua era llenada, se repetían los comentarios ya oídos en la venta del Arenal, y tan escaso yantar convertíase además en fuente de desosiego para ambos. Y que decir del descanso, en que tanto si el padre usaba la hamaca de arriba era execrado como si la de abajo usaba.
Pero Dios aprieta, aunque no ahoga, y por éso navegando en medio de la mar Atlántica, comenzó a soplar un viento que dio en llevarse a los mil demonios que por allí anduvieran, y que luego tornara huracán y fuese el galeón a pique en un abrir y cerrar de ojos, que toda obra humana es contingente frente a la de Dios, que necesaria es, y trocó en desesperación lo que en un principio había sido tan sólo temor, y es que Nuño e Iñigo se vieron en una noche sin luna asidos a un madero cubiertos de agua océana sus cuerpos y empapadas de lluvia de los cielos sus cabezas. Así estuvieron varias horas, en las que ya se daban por perdidos, cuando observaron frente a ellos una inmensa mole blanca que hendía las olas y que se les aproximaba. Pocas varas castellanas les separaba ya de ella cuando vieron unas enormes fauces que, en menos de lo que tarda el gallo en cantar, les engulló y hasta el madero pasó a las entrañas de aquella bestia marina de la que enseguida comprendieron que no era otra que el leviatán, el mismo que tragara a Jonás en el Antiguo Testamento.
Como si fuese un torbellino llegaron pronto al estómago de la bestia, donde encontraron un compañero de infortunio. Lázaro, pues ese era su nombre, les contó que llevaba siete días con sus noches en el interior de la ballena y les dijo que podían alimentarse del pescado que tragaba y beber del agua que tenía en su interior. Así lo hicieron Nuño y su hijo, sentándose el chiquillo en un reborde que había en el vientre del animal, pero ver ésto y ponerse a criticar fue todo uno.
- ¿Será posible? ¿No habrás de dejar ese sitio para tu padre, que al ser mayor que tú, estará más cansado?.
Las críticas de Lázaro no cejaron en los tres días que duró la estadía de Nuño e Iñigo dentro del leviatán, pero Dios es misericordioso y quiso que éste enfermara de una apoplejía y muriera en pocas horas. Aquella muerte, aunque fuera alivio por no tener que soportar las censuras del pobre Lázaro, sumió a padre e hijo en una profunda congoja, ya que temían verse condenados a esa o pareja postrimería. Más no entraba en el plan divino el que allí acabasen sus días nuestros vecinos de Marchena, o de Nebrixa, aunque para mí tengo que eran de Carmona, y al tercer día de estar encerrados, como Nuestro Señor Jesucristo en su sepulcro, el leviatán los expulsó por su nariz, que en estas enormes alimañas se encuentra en el lomo, cercana a la cabeza, y por la que sueltan un chorro de agua que, dicen la gente de la mar, es admirable de ver.
Nuño e Iñigo se encontraron de nuevo en la mar, pero a pleno sol, y muy cerca de la costa, a la que llegaron nadando. Jamás habían visto tierras como aquellas, tan claras sus arenas, llenas de una vegetación exuberante, con flores del tamaño de sandías. Probaron algunos de sus frutos y les parecieron deliciosos. Después de saciar sus hambres cayeron agotados en la cálida arena, y allá quedaron dormidos y relajados después de calmar sus vientres con tanta ambrosía de los dioses.
Fuera Iñigo el primero en despertar y el primero en verlos, y sintió un escalofrío recorrer su espinazo.
- Padre, padre. Despierte, y vea ésto.
Despertó Nuño al llamado de su hijo y vio la playa llena de indios pintarrajeados y con una desnudez tal que al buen Dios ofender debían. No menos de doscientos debía haber, y las pinturas que en sus rostros y pechos lucían eran de los colores más violentos posibles. Así y todo, a Nuño le parecieron amigables y así se lo hizo saber a su hijo.
- Hijo, no temas, que no parecen levantiscos.
Algunos de entre los indios no reían, sino que señalaban a Nuño con el dedo y hacían gestos de reprobación, hasta que uno de éstos se le acercó y en un perfecto castellano le dijo:
- Vergüenza debía darte no haber llevado a tu hijo a la sombra para que allí descansara mejor.
La maldición de los Esquivias los había acompañado hasta tierras americanas, y al igual que en España, en el viaje y en el interior del leviatán hicieran lo que hicieran estaban condenados a ser censurados por todos aquellos que los observaran. Más parecíales que aquellos indios les miraban con respeto, casi diríase que con adoración. Y a los pocos días de haber llegado a aquellas tierras los llevaron al interior de unas grutas escondidas entre el follaje y en donde vieron los más maravillosos tesoros que nunca podían haber imaginado. Oro, plata, piedras preciosas de diversos tamaños. Los Esquivias se admiraron y regocijaron con ello, pero no alcanzaban a entender el porqué se las enseñaban, hasta que de esta manera les habló el cacique.
- Éstas son, castellanos, nuestras riquezas. Estaban destinadas para aquellos que nuestros dioses nos mandaran cruzando el agua grande. Haced con ellas lo que mejor os parezca, pues son vuestras. Para nosotros se tratan de metales y cuentas de colores sin el menor valor, ya que cuando queramos más tan sólo hemos de cogerlas de esta tierra donde tanto abundan y que los dioses nos otorgaron.
Padre e hijo se maravillaban y holgaban con el valor que aquellas alhajas podían tener en las Españas, y en la vida tan regalada que podían alcanzar con ellas, pero ¡Ay!, rodeados como estaban de tesoros, que ni el emperador Carlos podía poseer, cayeron en la cuenta de que nunca saldrían de aquellas lejanísimas tierras y comenzaron a llorar y a lamentarse con jeremíacas frases.
- ¡Ay de mí! Con oros y gemas por doquier me hallo y no sírvenme de nada, porque nunca regresaré a mi Sevilla, a ver otra vez el río desde el barrio del Arenal, a ver mi torre enjaezada ni llegareme a mi villa a decir: “Mirad vecinos, que aquí esta Nuño Esquivias, pobre de solemnidad otrora y lleno de riquezas por decisión del Altísimo, a quien todo le debemos. ¡Ay de mí!.
- No os preocupéis, padre. Si así ha de ser, pues sea, que sólo somos criaturas del Señor, y Él sabrá lo que nos conviene.
- Pero porqué lloráis como mujeres si tan sólo estamos a cuatro jornadas de vuestros camaradas. Cargad con las piedras que queráis, que varios de mis guerreros os llevarán al puerto donde salen vuestras naves a la tierra de los dioses, de donde venís.
Al oír aquellas palabras lo que fueron llantos trocaron en risas, los golpes al suelo en saltos hacia los cielos, y Nuño e Ínigo se sintieron los más felices hombres que nunca hubieran pisado la tierra. Hicieron tal y como les había dicho el cacique, y en pocos días se encontraron en un fuerte español donde fueron recibidos con todos los honores debido a las riquezas que transportaban en sus alforjas las cuarenta mulas que les habían regalado los indios. A los cuarenta días de haber llegado al fuerte embarcaron en uno de los galeones que partían cargados de tesoros hacia España desde las Indias Occidentales, y llegaron al mismísimo puerto de Sevilla, a los pies de la Torre del Oro, y allí hicieron consigna de sus pertenencias, pagando la parte alícuota al rey, al buen emperador Carlos I, de quien oyeron que iba a retirarse pronto y abdicar en su hijo Felipe.
En la ciudad de la torre enjaezada compraron un palacio cercano a la borceguinería, y como habían sido tantas las hambres que habían pasado a lo largo de toda su vida, lo primero que llenaron fue la despensa, de salchichones y morcillas especiadas, de quesos de todas las formas y colores, de vinillos aloques y rojos, de salpicón con su ajuelo y llamaron a un cocinero que les preparaba los platos según antojo o manía, que he de decir, a fe mía, que pasaron enteros dos meses comiendo, y a decir verdad pararon porqué llegó la cuaresma, y entonces se contentaron con guisos de bacalao, con pescados y frutos del mar frescos, con torrijas y pestiños que Iñigo y Nuño comieron de tal forma que más parecían Gargantúa y Pantagruel, de los que por aquel entonces escribía Rabelais en la Francia.
Por darles gracias a Dios Nuestro Señor, que su Hijo mandó con nosotros para redimir nuestras culpas, decidieron salir en la triste madrugada del Viernes Santo acompañando la más prestigiosa cofradía de la ciudad de Sevilla, la Hermandad de Jesús Nazareno o de las Cinco Plagas, sita en el Hospital del mismo nombre situado extramuros de la ciudad y cercano a la Puerta de la Macarena. Acompañándolos llevaron cincuenta disciplinantes cada uno que iban mortificándose con látigos y arrastrando pesadas cadenas que laceraban sus tobillos, cosas todas ellas muy del agrado de la misericordia de Dios, y a los que pagaron un escudo de oro para que, como plañideras sufrientes, no tuvieran reparos en hacer de sus penitencias una ceremonia grandiosa que sirviese de modelo y paradigma a aquella Babilonia sevillana.
Y a partir de aquí los Esquivias fueron felices y comieron perdices, y lechones cebados, y palominos y zorzales, y todo aquello que les vino en gana, que para ello no reparaban en gastos, y fueron acogidos en la corte, y nunca jamás volvieron a oír aquellas críticas a las que parecían condenados cuando eran unos donnadies, porque hay que decir que al pobre todo le está vedado mientras que al poderoso hasta sus tumores y lobanillos parecen hermosos para todo aquel que los contempla.
- Has de observar, ¡oh, Iñigo!, que antes, como éramos zócalos, los perros nos hacían sus necesidades encima pero como ahora somos luminarias nos adoran por doquier, pero solos tú y yo, y Dios Nuestro Señor que todo lo ve, sabemos que el mismo Nuño y el mismo Iñigo somos, que solo es nuestro patrimonio el que ha variado, y este percance basta y sobra para que nuestras acciones sean ahora ensalzadas y antes, hiciéramos lo que hiciéramos, fuésemos puestos en solfa por todos los que nos miraban. Guarda ésto en tu coleto, que el miramiento ajeno debes buscarlo en la mirada profunda del amigo, y no en la de aquel que sólo se fije en lo abultado de tu bolsa.
- Ya sé, padre, que aunque joven ya he vivido lo mío, y todavía recuerdo lo de la acémila al salir de nuestra villa, y las risas en la venta del Arenal, e incluso las chacotas y epigramas de aquel pobre Lázaro que nos antecedió en el vientre del leviatán. Más no os preocupéis que no confio más que en aquel que me estrecha la mano antes de conocer mis caudales o en la moza que me mira a los ojos y sonríe sin saber que es al potentado Iñigo Esquivias al que está mirando.
Quedó Nuño muy contento con las penetrantes palabras de su joven hijo, y miró pensativo al hogar en el que ardía la encina. Llevó a sus labios una copa de aquel vinillo aloque que le trajera ayer mismo el de la taberna de Alcocer y dióle su plácet. Sintiendo el calor del hogar fuera de su cuerpo y el del vino dentro de él, recordó aquel clérigo cordobés que le habían presentado a la salida de la misa del mediodía en la catedral y al que contó su historia. Un tal don Luis, sí; don Luis de Góngora y Argote, autor de unas Soledades que estaban dando mucho que hablar. Pensativo quedó el curilla tras oírlo, como si rumiara algo, y tras un rato de silencio exclamó “Ándeme yo caliente, y ríase la gente”, y sonrió de forma enigmática.
Poco podía imaginarse el Excelentísimo Señor Don Nuño Esquivias, que todos estos títulos ya poseía, que andado el tiempo el gran don Luis de Góngora escribiría inspirándose en su historia unos hermosísimos versos que hablarían por los siglos de los siglos del placentero y buen acomodo a la vida de aquel que puede y quiere, como habían hecho los Esquivias después de padecer mil y una calamidades. Un servidor, modesto cuentacuentos, no me resigno a dejar de transcribirlos, para que se maravillen de las cimas a la que puede llegar la poesía castellana. No los lean, por favor, saboréenlos, que son como licor con abolengo que deleitan al oído y al alma. En voz alta, os ruego:

Traten otros del gobierno

Del mundo y sus monarquías,

Mientras gobiernan mis días

Mantequillas y pan tierno;

Y las mañanas de invierno

Naranjadas y aguardiente,

Cuando cubra las montañas

Y ríase la gente

Coma en dorada vajilla

El Príncipe mil cuidados

Como píldoras dorados,

Que yo en mi pobre mesilla

Quiero más una morcilla

Que en el asador reviente,

Y ríase la gente

Cuando cubra las montañas

De blanca nieve el enero

Tenga yo lleno el brasero

De bellotas y castañas,

Y que las dulces patrañas

Del Rey que rabió me cuenten,

Cuando cubra las montañas

Y ríase la gente

Pasaron aún más años y otra dinastía reinó en las Españas, y llegó la guerra con el francés, y otra sangrienta guerra asoló los campos y los páramos de España, y llegaron mejores años y estos que fueron Esquivias en Esquivel tornaron, más debo dejar esta historia para otra mejor ocasión, que al tal Esquivel historias pasaron que narrarlas largo es.
Una última cosa deciros debo, y es que siempre tuve bien presente la conseja del mejor escritor que haya dado nuestra tierra, quien en su novela ejemplar sobre el coloquio de los perros dijo tal que así: “... los cuentos unos encierran y tienen la gracia en ellos mismos; otros, en el modo de contarlos; quiero decir que algunos hay que aunque se cuenten sin preámbulos y ornamentos de palabras, dan contento; otros hay que es menester vestirlos de palabras, y con demostraciones del rostro y de las manos y con mudar la voz se hacen algo de nonada, y de flojos y desmayados se vuelven agudos y gustosos...”. El gran don Miguel siempre fue acertado en sus opiniones, y en tratándose de letras hay que oírle siempre; así pues, intenté ornar mis cuentos de tal forma que volviéranse agudos y gustosos para vuestro solaz, que es el mío.
Así que, nada más digo y callo ya para siempre, que habéis de saber que la esencia de toda lectura cómoda en el silencio consiste, y en dejar que las letras de molde fragüen en nuestro juicio aventuras y consejas que grandes parabienes dejen. A más que, una vez que estos mis cuentos penetraron en los plomos de la imprenta, dejaron ya de ser sólo míos para pertenecer también al caballero o la dama que, dándoles atenta lectura, oigan mis voces en su cabeza contándoles las historias que imaginara yo un lejano día, por mor de esa preciosa arte que poseemos los humanos y a la que damos por nombre Literatura


En la ciudad de la torre enjaezada,
a nueve de marzo de dos mil y un años


Como transcriptor figure:

Rafael Navarrete Bohórquez


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