Ana vive
de, por, para, cabe su trabajo. Frisando ya los cuarenta, aún es una
hermosa mujer dueña de unos ojos que no debe lavarse después de
cada mirada, ya que todavía conservan la inocencia de cuando era
niña.
- Ana, despierta, que hay que ir al
colegio.- le decía su madre cada mañana mientras ella remoloneaba
debajo de las sábanas.
A Ana
siempre le encantó dormir. Sólo concebía la cama para dos tareas
básicas, y a su marido, al que le encantaba leer antes de dormir,
aquello le enfurecía. ¡La verdad sea dicha es que le enfurecían
tantas cosas!. Pablo maltrataba a Ana“Hypnos de Almedinilla”, y por éso le dejó; y ella,
acostumbrada a la cómoda vida del ama de casa a la que su marido
entrega el sobre todas las semanas, tuvo que ponerse a trabajar en lo
que buenamente pudo. Y así fue que todos los días, de lunes a
viernes y de siete a quince, entraba a limpiar en el Monasterio de
Santa María de Las Cuevas, en la Isla de la Cartuja. Allí, entre
sepulturas de Afanes de Riberas y creyendo oír los pasos de los
seguidores de San Bruno, limpiaba, fijaba y daba esplendores “Hypnos de Almedinilla”a los
suelos donde, algún tiempo atrás, los Señores de Pickman
elaboraban una de las más afamadas cerámicas de Europa..
Aquello hubiera sido un
suplicio para cualquiera, pero en Ana convirtióse en toda una
revelación. El antiguo monasterio le fascinaba y parte de su primera
paga fuese en comprar un libro sobre sus historias y sus leyendas.
Tan era así que dije al comienzo de este relato que Ana vivía cabe
su trabajo, y en efecto, que al poco de empezar con sus labores de
limpieza dio en mudarse a la calle Torneo, a una modesta casa de
vecinos situada justo enfrente de la más esbelta pasarela que vieron
los siglos, y que ella atravesaba caminando cada mañana para llegar
a su querido monasterio.
- Buenos días, Ana. ¿Qué tal
dormimos hoy?.
- Regular, que me metí en la cama a
las diez y mi chico empezó a llorar porque tenía un poquito de
fiebre. Con mi madre se ha quedado, que hoy no lo he mandado al
colegio.
Cosas de hembras, diálogos de madres
mientras hacían acopio de cubos, fregonas y lejía para baldear los
suelos.
Para Ana
era todo un premio bajar a limpiar la cripta. Allí se sentía dueña
y señora de tiempos pasados, y se detenía en cada baldosa, en cada
azulejo como si fuesen suyos, y en cierta forma lo eran, de tanto que
los había limpiado con sus manos a las que, de vez en vez, quitaba
los guantes para tocarlos, acariciarlos más bien.
- Ana, vamos a tomar café.
Las limpiadoras disponían de un
pequeño cuarto donde, en un pequeño infiernillo que había comprado
la pequeña de cuerpo, guapa y un tanto vesánica Maite, preparaban
un delicioso café humeante y unas tostadas con aceite con las que
reponían sus fuerzas para el resto de la jornada.
- Han traído de un pueblo de
Córdoba una estatua romana que dicen que es preciosa.- comentó la
pequeña Maite – Yo todavía no la he visto, pero me voy a llegar
ahora. ¿Vienes, Ana?.
Ana
asintió, ya que siempre le habían atraído las antigüedades. De
hecho comenzó a estudiar Historia a comienzo de los ochenta, pero lo
dejó para casar con Pablo. Suertes de hembras, errores de fémina
enamorada a la que poco más tarde, por esas cosas del querer, le
llegaron dos hijos que la embellecieron, ya que una madre es siempre
más hermosa y plena que una mujer seca, yerma, una mujer que no ha
florecido como un pomar en primavera. Y Ana se había hermoseado
igual que el almendro en flor lo hace al final del invierno. Pero a
su otoño era a lo que se estaba acercando Ana paso a paso, día a
día y golpe a golpe de una vida que le había dado muchos. Pero Ana,
como el toro, se crecía en el castigo y a pesar de las madrugadas en
vela con el niño que esta “amorrao”, de los despertares de cada
día a las seis de la mañana para ir a trabajar, del sueldo exiguo y
los gastos cuantiosos, de las pagas de Pablo que no llegaban un mes
sí y el otro tampoco, tenía sus compensaciones. Una de ellas era la
lectura – leona, le decían en broma sus compañeras -, en un
sillón como es lógico, nunca en la cama. Otra era su trabajo; el
que una compañera le hablara de una estatua romana preciosa, éso le
encantaba.
Santa
María de las Cuevas era sede del Instituto Andaluz del Patrimonio
Histórico (IAPH), y al monasterio llegaban todo tipo de enseres
artísticos para restaurar, junto con la exhibición del arte más
vanguardista del momento, ya que también se encontraba en el antiguo
monasterio el Centro Andaluz de Arte Contemporáneo. Una preciosa
dicotomía que a Ana le encantaba. Al IAPH llegaban desde tallas
procesionales barrocas hasta objetos diversos de la antigüedad
clásica, como era el caso.
Ana y
Maite se dirigieron a ver la mencionada estatua nada más acabar su
desayuno, que aquella mañana consistió en leche, dátiles e higos
secos, dado que les había dado por la dieta sana y, de alguna
manera, el desayuno fue un bonito preámbulo para ver una estatua de
unos tiempos en los que solían desayunar de tal guisa.
- Mira, ésta es.- dijo Maite
señalando una estatua de poco menos de un metro de altura y que
representaba un joven efebo en actitud de lanzar algo con su mano
derecha.
- ¡Dios mío!. Es bellísimo.- dijo
Ana, a la que se le había cambiado el semblante al ver la
estatuilla.
- ¿Os gusta, no?.
Quien así se les dirigía era
Raniero, uno de los restauradores del Instituto, que tenía una
especial simpatía por Ana.
- Por supuesto, es maravillosa. ¿A
quién representa?.
- Pues a Hypnos, el dios
greco-romano del sueño, que habitaba en un palacio donde jamás
penetraba la luz del sol. Nos ha llegado de un pequeño pueblo
cordobés, Almedinilla, donde lo encontraron hace unos años. Tiene
un valor incalculable, ya que sólo se conservan cinco piezas como
ésta en todo el mundo, pero la nuestra es la más completa. Vais a
tener tiempo sobrado para disfrutarla porque calculo que estará con
nosotros al menos un año.
- ¡Un año!.- exclamó Ana.
- Ana, hija. Ni que fuera tu novio,
por Dios.- le respondió Maite.
- Ya me gustaría encontrar un
hombre así por la calle. Ten por segura que me lo echaría de novio.
- Pues nada, Ana.- dijo Raniero –
Vente a verlo cuando quieras.
- Tal parece un pastorcico, “un
pastorcico solo y penado, con el pecho de amor muy lastimado”.
- Joder, Ana, pues bien fuerte que
te ha dado. Prometo hacerte copias de algunas de las fotos que le
hemos sacado para que las guardes. Y en gran formato.
- Te lo agradecería mucho, Raniero.
- Pues dalo por hecho.
Ana estuvo toda la tarde y noche
pensando en Hypnos, entre meriendas, preparativos de cenas, alguna
que otra ojeada a la tele y charlas con los niños. Cuando fue a
acostarse, mientras se cepillaba los dientes, se miró al espejo que
le devolvió la imagen de una aún muy bella mujer. Abrió su camisón
y se palpó los pechos. Todavía eran tersos y llenos. Sus pezones
siempre habían tenido un maravilloso tono azulado que enloquecían a
Pablo. No pudo evitar masturbarse pensando en Hypnos, acariciándose
el sexo y los pechos. Volvió a la salita y encendió la televisión.
Garci y sus contertulios decían una tontería tras otra sobre la
película que habían programado aquella noche. ¡Que grande es el
cine!, pensaba Ana, pero como lo empequeñecen los engreídos.
Llevaba contabilizados cuatro errores de bulto en la intervención de
uno de los contertulios cuando sonó el teléfono.
- Soy Pablo. Quiero hablar con los
niños.
Aquel cerdo apestaba a alcohol hasta
por el auricular.
- Tú no hablas con nadie, y si
vuelves a llamar aviso a la policía.
- Mira, hija de puta; quiero hablar
con mis hijos y voy a hacerlo porque soy su padre.
- Tú lo que eres es un canalla.
Ana colgó y comenzó a llorar.
- Mami, ¿qué te pasa?. ¿Te duele
la barriga?.
- Sí, Jaime. Me duele la
barriguita, pero no te preocupes y vete a la cama, que mamá se va a
tomar un jarabito y se va a dormir.
- Pues acuéstate conmigo, anda, que
soy muy chiquitito.
Ana se tragó las lágrimas, como
tantas veces había hecho. Cogió en brazos a su Jaime y lo llevó a
su dormitorio. Arropó al niño con el embozo y se acostó a su lado.
- ¿Quieres que te haga cosquillitas
para que no te duela?.
- Vale, pero sólo un ratito, ¿eh?.
Después a dormir que mañana hay cole.
- Mamá, ¿porqué no abres mi hucha
y me compras un papá?.
- Mañana, Jaime. Mañana veremos.
Ana le dio un beso a su hijo pequeño
y se abrazó a él. Entonces comprendió que siempre podría
acariciar su cuerpo, pero nunca tocar su alma, y las lágrimas negras
volvieron a sus ojos, calladas, densas, sordas; y cayó en brazos de
Hypnos.
*
* *
“Un pastorcico solo está penado
ajeno
de placer y de contento,
y
en su pastora puesto el pensamiento
y
el pecho del amor muy lastimado.”
Ana recitaba con bella voz los versos
de San Juan de la Cruz a Raniero y Maite, y éstos oían admirados
tan hermosas palabras que les sonaban como cánticos feéricos.
“Que solo de pensar que está olvidado
de
su bella pastora, con gran pena
se
deja maltratar en tierra ajena
el
pecho del amor muy lastimado”
Hypnos parecía el pastorcico del que
hablaba Ana, y Raniero sonreía al escuchar.
“Y al cabo de un gran rato se ha encumbrado
sobre
un árbol do abrió sus brazos bellos,
y
muerto se ha quedado, asido a ellos
el
pecho del amor muy lastimado”
El bello rostro de
Hypnos semejaba estar olvidado de su bella pastora, mas Ana no
dejaría que así fuera, ya que depositó en su mejilla un beso suave
como el del aleteo de una mariposa.
- “Llegó con tres heridas, la del amor, la de la
muerte, la de la vida...” – dijo Raniero – y de momento tú le
has curado de la primera. De las otras dos ya nos encargaremos
nosotros. Bueno, ¿quién se paga un café?.
- Tú.- respondieron al unísono Ana y Maite.
- Vale, vale. Pues hala, vamos a la cafetería del
World Trade Center, que creo que allí me fían.
- Pero en tu coche, ¿eh?.
Antes de salir de la
sala de restauración, Ana volvió su rostro al de Hypnos y, sin que
nadie la viese, le envió un beso con la mano.
*
* *
Aquella tarde Ana fue
al cine con Maite, dejando los niños al cuidado de su madre. En los
Warner, cercanos a su casa, algo habría que ver y se decidieron por
“Solas”, que todo el mundo decía que era de mucho llorar, y así
fue, que buena paliza de lágrimas se dieron las dos, pero las
lágrimas del cine son balsámicas, tienen un hálito de cura del
alma.
Esa noche, al irse a
la cama, recordó una película que vio de niña y cuyo título nunca
pudo recordar. Trataba de un niño asturiano, huérfano, al que
recoge un buhonero que se ganaba la vida por los pueblos de la zona.
El chiquillo caía gravemente enfermo y su padre adoptivo hacía lo
imposible por sanarle. Después no recordaba más, pero sí la
llantina que cogió en el cine en compañía de su madre.
En ese momento
comprendió la causa de la tristeza que la invadía, y que no era la
película vista aquella tarde. Durante todo el día había notado un
dolor característico en el bajo vientre, precursor de esa tortura
mensual que azota a las hembras, y como un reloj le bajó el periodo
al poco de meterse en la cama, y sin compresas ¡Dios mío!. Se
arregló con un paño limpio y mañana le pediría un támpax a
Maite.
*
* *
El IAPH tiene un gran
equipo de expertos en restauración y estudio de obras de arte. Pasan
por él obras de todas las épocas, desde la Prehistoria al presente
siglo. Ana estaba encantada el día que le tocaba la limpieza de las
salas de restauración, pero odiaba limpiar los ordenadores; le daban
miedo aquellas grandes pantallas que la miraban con ojos de cíclope
y a las que quitaba el polvo con una simple gamuza de microfibra.
Pero cuadros y estatuas eran un delirio, y qué decir de Hypnos de
Almedinilla, aquel pequeño adonis al que adoraba.
Raniero se reía de
ella.
- Pero Ana, que se te cae la baba, por Dios.
- Que sabrás tú, ignorante. Esta estatua me
habla todos los días y sé de ella mucho más que tú, con todos tus
títulos y estudios.
- Bueno, pues sea. Quédate con ella, pues.
Raniero era italiano,
de Siena, y una excelente persona por la que Ana sentía un gran
cariño y respeto. Era el director del equipo de restauradores de la
época clásica, y se encargaba personalmente de la restauración de
Hypnos.
- Raniero, he leído que Hypnos, mi adorado
Hypnos, era hermano gemelo de Thanatos, el dios de la muerte, y la
verdad es que me asombra un poco.
- Verás, Ana. El sueño es el hermano menor de la
muerte, su anticipo diario; por éso los griegos hermanaron a Hypnos
y Thanatos, y a los dos les hicieron enemigos de la luz y amigos de
las tinieblas, como de hecho ocurre en la realidad, ¿no te parece?.
- Puede ser, pero Hypnos es tan bello que lo
identifico más con la luz, el aire libre, la alegría de vivir.
Puedo imaginarlo emparentado con el sueño, pero nunca con la muerte.
- Pues el caso es, más o menos, así: el sueño
supone la alegría de vencer a la muerte en el día a día. Quien
despierta no muere, al igual que quien oye una bala en el combate
sabe que ésa, al menos, no lo matará, pero no puedes imaginar a tu
querido Hypnos despierto, iluminado, solar. El sueño precisa sombra,
silencio, sopor. Ya te dije que vivía en un palacio al que jamás
llegaba la luz del sol. Era un dios joven, menor; podríamos decir
que jugaba en Segunda B. Por delante de él estaban todos los grandes
del Olimpo; después venían los dioses menores, y luego una larga
retahíla de nombres entre los que él se incluía. Hypnos y Thanatos
eran hermanos, el sueño y la muerte; y Thanatos se enfrentaba a
Eros, el amor, el goce de vivir, pero me parece que Thanatos e Hypnos
estaban más cerca del medieval “carpe diem” que Eros. Apolo y
Dionisos representaban otra dicotomía clásica análoga a la de
Hypnos y Thanatos versus Eros. Así eran los griegos. Veían la
realidad siempre como un Jano bifronte. Y quizás así seamos
nosotros. Por éso me gano la vida con ésto, porque miles y miles de
personas están interesadas en ello, y la que más tú, Ana. Por éso
te quiero.
- Gracias, Raniero. Yo también. A veces, incluso,
creo que te quiero más de lo que debiera.
El restaurador italiano se la quedó
mirando, serio, pensativo. Quería decirle algo, pero no sabía qué,
y tomó palabras robadas para expresar todo el amor que sentía por
aquella atípica limpiadora hermosa que le atrajo desde que la viera
por vez primera.
“Ser
onda, oficio, niña, es de tu pelo,
nacida
ya para el marero oficio;
ser
graciosa y morena tu ejercicio
y
tu virtud más ejemplar ser cielo”
Raniero encendió un
cigarrillo, quizás por callar, y tras darle una calada se lo ofreció
a Ana, como una invitación a ¿qué?. Ana lo cogió mirándole a los
ojos y lo apagó. Acercándose a él se le abrazó. De repente, se
sorprendieron besándose. Ana se separó de él y, al igual que
hiciera ante el espejo, se desnudó; lentamente, mirando a Raniero
con deseo. Hicieron el amor allí mismo, delante de Hypnos,
ardientemente. Ana no recordaba cuando había sido la última vez. En
realidad, nunca se había entregado de esa forma. Se sintió hermosa,
joven, deseada; y era cierto que el amor la embellecía, como
embellece siempre a toda mujer enamorada.
- Raniero, me da vergüenza.
- Pues la vergüenza te hace aún más guapa de lo
que eres; ¡y mira que eres guapa!. Si supieras la de veces que he
pensado en ti de esta manera; en tenerte entre mis brazos; en poder
demostrarte con todo mi ser cuánto te quiero. Pero siempre me sentía
cohibido. Imaginaba que pensarías que me aprovechaba de mi situación
para llevarte a la cama. Pero la verdad, Ana, es que te quiero; me
gustas desde el primer día que te vi limpiando mi despacho, y
conforme te iba conociendo me fui enamorando de ti, y cada vez más.
¡Hasta llegué a sentir celos de Hypnos!. Ana, si tú quieres,
podríamos intentar una relación limpia entre los dos, sin presiones
ni tapujos. ¿Qué te parece?.
- Raniero, te aprecio y me pareces un hombre bueno
y muy atractivo. Además, los italianos siempre me han gustado de una
manera especial, pero – dirás que estoy loca – estoy enamorada
de otro.
- ¿No me dirás que... ?
- Sí, Raniero; de Hypnos, de esa estatuilla a la
que tú devolverás su esplendor. No puedo evitarlo. Supongo que es
un mecanismo de defensa ante todo lo que he sufrido. Estaré loca,
pero mi obsesión por Hypnos nunca me hará daño. Hypnos nunca me
fallará, nunca me pegará, ni a mí ni a mis hijos. Puede que esté
loca, pero tú no sabes lo que es haber querido a un hombre, con el
que tuve dos hijos, que me golpeaba todos los días durante años, y
todo porque le daba amor. Raniero, perdóname, pero no puedo aceptar
lo que me ofreces o, al menos, déjame que lo piense.
Raniero volvió a encender un cigarrillo y aspiró
lentamente de él mirando al suelo.
- Yo siempre estaré aquí, Ana, a tu lado;
despertando a tu Hypnos. Pero ten algo por seguro: podré hacerte
feliz o no, cumpliré mejor o peor en el lecho, podré ser un buen
padre o no para tus hijos, pero nunca, nunca, te haré daño. No es
mi condición, y siempre, siempre estaré a tu lado, o detrás de ti,
protegiéndote. Eres mi linda española, la guapa limpiadora del IAPH
de la que me enamoré, y como, afortunadamente, no soy tu jefe
directo nunca podrás pensar que me aprovecho de mi situación para
llevarte al catre.
- Pues llévame ahora otra vez a él.
* * *
Ana volvió a su casa andando mejor, más suelta,
más libre. Es curioso que una mujer, al hacer el amor, no solamente
goza, sino que todo su cuerpo se rejuvenece: el corazón bombea más
deprisa, la tensión sanguínea adquiere valores más normalizados y,
sobre todo, la pelvis adquiere un mejor funcionamiento, y caminan
mejor, más sueltas, más libres. No sé por qué ocurre éso, pero
es así, y constituye una sensación desconocida para un varón.
De esta guisa sentíase Ana, pletórica, más
mujer, más hembra, hasta el punto de que atravesando el paso de
peatones de la calle Torneo la piropearon un par de chicos jóvenes
desde un coche: “guapa”, y ella, a pesar de su natural timidez,
respondió con mucho salero: “gracias”.
Llegó a su casa y descansó un poco leyendo y
tomando café. Luego fue a recoger los niños al colegio.
- Mamá, que guapa estás hoy.
- Gracias, Jaime. Tú también.
- Mami, ¿sabes qué?. Con una mamá tan guapa
como tú ya no hace falta que me compres un papá.
Ana se sentía en el cielo, Hypnos era su dios y
Raniero su ángel de la guarda.
- “Ángel de la guarda, dulce compañía, no me
dejes nunca ni de noche ni de día”.
- ¿Porqué rezas, mamá?.
- Porque tengo un ángel de la guarda muy guapo.
- ¿Es que lo conoces?.
- Claro que sí, y se llama Raniero.
- ¡Anda!. Pues yo no sé cómo se llama el mío.
Pablo, su hijo mayor, andaba más retraído.
- Mamá, ¿porqué se llama tu ángel de la guarda
como ese hombre que trabaja contigo?.
- Pues no lo sé, pero así es.
Pablo guardó un profundo silencio toda la tarde.
Desde que mencionó el nombre de Raniero no volvió a dirigirle la
palabra.
- Pablo, ¿qué te pasa?.
- Nada, mamá. Estoy cansado.
Pablo tenía la difícil edad de trece años, el
número fatídico, la edad del cambio y quería mucho a su padre; por
éso tenía miedo de Ana, de lo guapa que era y de que hablara de ese
tal Raniero con tanta vehemencia.
Así pasó la tarde y la noche. Sólo al irse a
acostar se llegó hasta su madre y la besó.
- Mamá, perdona.
- ¿Porqué, hijo?.
- No lo sé, pero perdóname.
- Te quiero mucho, Pablo.
- Y yo, mamá; y yo.
* * *
Diego Afán de Ribera había quedado citado con
el Marqués de Pickman en un velador de la confitería “La Campana”
en la plaza del mismo nombre, puro corazón y centro neurálgico de
la Sevilla más tradicional.
- Buenos días, Don Diego.
- Buenos los tenga, Sr. Marqués. ¿qué le
apetece tomar?
- Dicen que nada como un chocolate para el
despertar. Aún no he probado esto que dan en llamar bebida de dioses
y traído de esas Indias de las que tanto hablan. Probaré uno.
- ¡Ay, Don Diego!. Siempre con sus bromas. ¿Y
qué bueno le trae por aquí?
- Comentarle quería algo que me trae en
duermevela desde hace días. Dicen que han traído un dios, por
nombre Hypnos, a su fábrica.
- Así es, en efecto.
- Ese Hypnos ha de ser mío, voto a tal.
- ¿Y porqué?.
- Pues que no he de permitir que el dios pagano
del sueño vele el mío eterno en su casa, que es mi cripta.
El camarero sirvió al bueno de Don Diego Afán
de Ribera su chocolate con picatostes y éste lo probó.
- Está muy bueno; quema pero está muy bueno.
- Y bien, Don Diego, ¿qué es lo que usted
quiere?.
- Pues deseo ser el lindo Don Diego, ese joven
petimetre de la comedia de Agustín Moreto Cavana y que es la delicia
de todos los corrales de esta ciudad y de la villa y corte, según
dicen.
- Pero, ¿qué me dice, Don Diego, que convertirse
quiere en un dondiego?.
- Pues sí, ya ve; todo un Afán de Ribera
transformado en lechuguino de rompe y rasga, ¿no es acaso
maravilla?. Quizás así se me fije Ana.
- ¿Ana?.
- ¿Ana?.- exclamó la susodicha. Despertó bañada
en sudor; quizás el hecho de que Raniero le hiciera dos veces el
amor y que su hijo Pablo se molestara por algo que intuía tuviera
algo que ver con aquel extraño sueño. En ese momento sonó el
despertador.
- ¡Oh, no!. Las seis y media y yo con estos
pelos.
Lunes, 12 de diciembre de 1999, 7 de la mañana y
ya estaba preparándose un humeante café en aquella mañana que la
ventana de la cocina le descubrió llena de niebla. Ni siquiera
vedase el río.
Al cruzar por la pasarela de la Cartuja, el frío
y el viento dábanle al agua del río un curioso aspecto embellecido
por la niebla que le recordaron a Ana los versos del rey poeta
Al-Mutamid y de su bella Itimad la Romaquía:
“La
brisa convierte al río
en
una cota de malla,
mejor
cota no se halla
como
la congele el frío”
Aquellos versos fueron escritos al alimón por el
rey y su amante, y al alimón la comenzaron a insultar en ese preciso
instante dos jóvenes con no muy buena pinta que se aproximaban a
ella, aunque ellos creyeran que la piropeaban.
- Fíjate que par de tetas.
- Joder, que buena está la tía. Vente con
nosotros, anda, que te vamos a hacer pasar un buen rato.
- ¿Porqué no os vais a dormir la mona y dejáis
tranquila a esta buena mujer que no os ha hecho nada?.
Quien así interpeló a los dos groseros fue
Raniero, que no pudo aparecer más oportunamente. Dirigiéndose
también al trabajo se encontró con la desagradable escena y,
lógicamente, salió en defensa de su Ana. Uno de los energúmenos se
le acercó y lo agarró por los hombros, colocándole la chaqueta a
la altura de los codos mientras el otro intentaba asestarle una
patada en los testículos. Lo que ninguno de los dos podía imaginar
era que Raniero poseía el cinturón marrón de Tae-Kwon-Do, y que
este arte marcial basaba la defensa en la rotura o la luxación, y
con éso se encontraron ellos, con el marrón de Raniero.
Éste golpeó con su pierna derecha en el plexo
solar al individuo que tenía delante provocándole una parada
respiratoria y, agachándose y volviéndose al mismo tiempo, se
enfrentó al segundo.
- Tío, tranqui; tranqui.- y diciendo ésto salió
corriendo como alma que llevara el diablo.
- ¿Estás bien, Ana?.
- Estoy en la gloria, mi vida. Y por si te
interesa, la respuesta a la pregunta de ayer es, sencilla y
llanamente, sí.
* * *
Ana y Raniero, y Raniero y Ana, vivieron
unos días de gran felicidad, y allí donde fuera Raniero iba Ana por
delante, y por delante de Ana colocábase Raniero para protegerla,
quererla y amarla; y así sería el final de esta historia si
tratárase de una historia de amor al uso pastoril de las églogas
renacentistas, pero no es el caso. El sino tiene algo que decir, y lo
dirá llegado el caso. De momento, contentémonos con saber que
Raniero y Ana vivieron unos días de pasión irrefrenable, y aunque
Ana insistía en que era Hypnos quien llenaba sus noches, lo cual
dado el carácter lunar, nocturno y onírico de dicha divinidad no
era de extrañar, lo cierto y verdad es que era Raniero quien la
entretenía, no sólo las noches, sino todo el día. Ni siquiera
despertaba ya Hypnos celos en el bueno de Raniero, puesto que Ana se
le entregaba como lo que era, una mujer sedienta de cariño y placer
a la que, por tantas razones, siempre se le habían negado.
Por su parte, Ana
había renacido. Si siempre había sido hermosa ahora lo estaba más
que nunca. Alta, morena de ojos glaucos, pechos firmes, caderas
llenas: Ana, Ana, Ana por siempre hermosa y mujer. Alguna que otra
cana y puede que una que otra arruga no afeaban, sino que daban
solera a su porte. Ana, Ana, Ana; hasta en el nombre corto, hermoso,
virilmente femenino o femeninamente viril llevaba su galanura.
Raniero le dijo un
frío día, Ana no podría olvidarlo nunca, que estando junto a ella
se sentía como si fuese un eterno mayo, y agarrándola por la
cintura y atrayéndola junto a él le musitó al oído estas robadas
palabras:
“Por
fin trajo el verde mayo
correhuelas
y albahacas.
En
los templados establos,
donde
el amor huele a paja,
honrado
estiércol y a leche
hay
un estruendo de vacas.
Las
tardes de puro verde,
de
puro azul esmeralda,
y
las mañanas son miel
de
puro y puro doradas.
Campea,
mayo amoroso,
que
el amor ronda majadas,
ronda
establos y pastores
ronda
puertas, ronda camas,
ronda
mozas en el baile
y
en el aire ronda faldas”
Los versos del
“Romancillo de mayo” de Hernández recitados con el acento
italiano de Raniero al oído de Ana le sonaron a música celestial, y
el almíbar le destilaba por todo su cuerpo que, como hembra feliz y
enamorada, acercó al de Raniero y unió su boca en un beso largo y
húmedo, sintiendo que nunca, nunca la habían besado así.
Ana, en estos días de
dicha y felicidad, había cogido la sanísima costumbre de dormir la
siesta, y a la antigua usanza; con pijama, santiguo y orinal, como
debe ser, aunque bien es cierto que en la mujer el orinal está de
más, pero a ella le hacía gracia llevarse a su cuarto el de su
pequeño Jaime.
* * *
- Mire usted, don Diego, que Ana no es mujer
fácil.
- Ya lo sé, señor marqués, pero he de
conseguirla. Va en ello mi reputación y mi honor. Un Afán de Ribera
no se detiene en minucias y usted ha de ayudarme.
- Pero, ¿cómo?.
- Muy fácil. En el monasterio que mi familia
patrocinó para los cartujos instaló usted su fábrica, y en él se
encuentra ahora ese diosecillo griego, ese Hypnos o como quiera que
se llame, por el que Ana demuestra una gran admiración. Lléguese a
su fábrica, hable con Hypnos, convénzale para que sumerja a Ana en
un profundo sueño. Una vez esté dormida la haré mía, la poseeré
como a un cadáver. No se asombre, amigo mío, por mi pasión
necrófila. Piense que llevo más de cinco siglos vagando por las
criptas y corredores del monasterio sin tener a mi alcance más
hembras que las que duermen como yo el sueño eterno esperando que
llegue el terrible día del Juicio Final para que, tras sonar las
trompetas de los ángeles, se unan cuerpos y almas de nuevo para
comparecer ante Dios. Por alguna razón que se me escapa fui
condenado a vagar como un alma en pena por el monasterio,
permitiéndoseme a veces alguna escapada por Sevilla, como en mis
pláticas con usted, pero mi vigor seguía intacto, de ahí que
cayera en la necrofilia. ¿Nunca ha sentido la piel fría y los
miembros rígidos del hermoso cadáver de una dama bajo usted
mientras alcanzaba el cenit?. Pues no sabe lo que se pierde.
- Y así es como quiere hacer suya a la hermosa
Ana.
- Así.
Ana despertó de la siesta bañada en sudor,
asustada. Hypnos, Raniero, el Marqués de Pickman, Afán de Ribera,
todos se mezclaban en su angustiado despertar. Y esa angustia tenía
su razón de ser: viviendo una hermosa historia de amor con Raniero
se sentía cada vez más atraída por Hypnos, el hermoso dios romano.
Locura de amor, sin duda, miedo a los hombres reales de tanto penar
por uno. Y sus sueños no hacían sino exacerbar su locura.
- Maite, creo que me estoy volviendo loca.
- Ya lo sé, hija. O crees que no me he dado
cuenta de tu lío con Raniero.
- No, no se trata de éso. Es que estoy cada vez
más enamorada de Hypnos.
- ¿Cómo? ¡Tú estás loca!. Con lo buenísimo
que está Raniero y tú sigues encoñada con la estatuita.
- No seas ordinaria, Maite.
- Como no lo voy a ser, si es que me sacas de
quicio. Tienes a tu alcance un hombre guapo, culto, como te gustan a
ti, y con buen corazón además, y vas y pierdes los papeles por una
estatua.
- Es un dios.
- Es una leche. Si me sobrara el dinero te pagaría
el psiquiatra, pero como no es así me están entrando ganas de
arrearte un par de tortas para que espabiles.
- ¿Qué hago, Maite?.
- Vivir, y dejarte de cuentos para niños, que ya
eres muy mayor.
Ana se acercó al mediodía a visitar a su amado.
Hypnos estaba más radiante aún, ya que lo habían sometido a un
proceso de limpieza y su mármol resplandecía de blanco. Lo miró y
remiró desde todos los ángulos posibles. Sin poder contenerse lo
besó en los labios. Hypnos, sorprendentemente, la abrazó y la
estrechó contra él. Ana sintió miedo y retrocedió. Su dios estaba
en la postura de siempre. ¿Era su locura o realmente la había
abrazado?. Salió corriendo de la sala de restauración y siguió con
sus tareas sin decirle nada a nadie.
* * *
- Así que tú eres ese diosecillo al que Ana
adora.
- Eso parece, y tú ese fantasma que quiere
hacerla suya.
- Dejemos clara una cosa. Yo soy un Grande de
Castilla y me debes un respeto. Así que nada de “ese fantasma”.
- Eres, o eras, un mortal y yo un dios. Así que
quién debe respeto a quién. Además, que no soy yo el que viene a
pedir favores.
- Caballeros, por favor, un poco de tranquilidad –
terció el marqués – Se trata de llegar a un acuerdo.
Como ya te expliqué resulta que don
Diego quiere hacer suya a Ana, y para ello necesita que la sumerjas
en un profundo sueño hipnótico, nunca mejor dicho.
- ¿Y qué gano yo con todo ésto?.
- Volver a ejercer tus poderes. Volver a ser un
dios, como lo eras hace dos mil años.
- Sí, ya. Y tú crees que volverás a ser un
hombre como lo eras hace quinientos años, y volver a amar a una
mujer de verdad, aunque sea dormida, y no esos cadáveres del
monasterio donde tu familia consiguió el derecho a que os
enterraran.
- Eso es. Tú vuelves a ser un dios, no una
estatua, y yo un hombre, no un fantasma. Quid pro
quo.
- Ayer besé a Ana, y puede que yo también la
desee. Es dulce y hermosa, ¿porqué no podría ser mía?. No se me
había pasado por la cabeza, pero tu proposición me ha dado una
idea.
- Tienes que ayudarme, maldito diosecillo de la
antigüedad. Soy don Diego Afán de Ribera y te lo ordeno.
-Tú no eres más que un fantasma. Así que
regresa a tumba y déjanos a los dioses en paz.
Hypnos se había crecido después de aquella
charla con don Diego, y comprendió que era él quien debía hacer
suya a Ana, sobre todo después de haber probado sus dulces labios.
Don Diego y el marqués habían vuelto a sus tumbas de las que no
debían haber salido nunca, y menos para molestarle a él, a todo un
dios.
Miró a Ana, hermosa, radiante. Estaba en sus
manos, entregada al sueño. Se acostó a su lado y la miró desde
todos los ángulos posibles. Suavemente comenzó a levantarle el
camisón, mostrando unos muslos tersos y suaves. Ana se agitó en el
lecho y aprovechó para besarla. La poseyó como sólo un dios puede
hacerlo a una mortal, pero aquella posesión tenía un precio, y él
lo sabía. Su hermano Thanatos vendría a reclamar su parte.
- Ya la has hecho tuya, hermano, así que ahora me
pertenece, y Ana vendrá conmigo al reino de la muerte. Cruzará la
laguna Estigia con el barquero Caronte, y el can Cerbero la dejará
pasar a los reinos de Vulcano. Yo la conduciré.
- Pues haz ahora tu trabajo, hermano, que yo ya
hice el mío, que era el de darle el sueño más hermoso posible.
Mírala que hermosa está. Llévala con cuidado y que su belleza
ilumine el reino de las tinieblas.
Thanatos la tomó en brazos delicadamente y cruzó
con ella la frontera que separa nuestro mundo del de la eternidad.
* * *
Amaneció un día gris
y lluvioso de enero de la mítica fecha de 2000. Polémicas sobre
nuevo siglo y nuevo milenio que Jaime no entendía, como tampoco el
que mamá no hubiera despertado. Entró a su cuarto y la vio en la
cama quieta y tapada.
- Mamá, ¿hoy no vas a trabajar?.
Jaime no obtuvo respuesta, no podía haberla.
Jaime pensó que Ana estaba muy cansada y cerró con cuidado la
puerta.
Al volver del colegio, Ana seguía dormida y
aquello le extrañó.
- Pablo, ven a ver a mamá. No se ha levantado
todavía.
Pablo descubrió la verdad, pero no se atrevió a
decírsela a su hermano. Era muy duro quedarte sin madre, sin una
madre tan hermosa, a esa edad. Lo era incluso para él.
Fue Raniero quien lo arregló todo, y Maite quien
llevó los niños a la abuela. Sueños rotos por el deseo caprichoso
de un dios menor. Pero Raniero no sabía, no podía saber la verdad;
de haberlo sabido hubiera destrozado a Hypnos con sus propias manos,
de tanto que la quería. ¡Quién podía pensar en el efecto mortal
del capricho egoísta de un pequeño dios de más de dos mil años de
antigüedad!. Era más lógico aceptar la explicación médica de una
grave lesión cardiaca no detectada. Sólo Hypnos sabía que el
corazón de Ana había estallado de amor, de goce, y en su
pensamiento divino no cabía entristecerse por todo lo que dejaba
atrás: sus hijos, Raniero, sus padres...
Desde los Campos Elíseos, Ana volvió su mirada
a la tierra, y vio a Pablo jugando con Jaime. Dos lágrimas cayeron
de sus ojos llegando al rostro de Jaime.
- Pablo, me han caído dos gotas. A lo mejor es
mamá, que nos llora desde el cielo.
- Sí, Jaime; seguro.
Y echó el brazo por encima del hombro de su
hermano pequeño para darle algo de ese amor que Ana les daba.
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