domingo, 3 de marzo de 2013

EL SEISE


A esa muchacha, de piel de manzana,
que me dio dos pequeños futbolistas
a los que, a veces,
también les encanta
el Corpus y la Madrugada.


Aquella mañana de Corpus Miguel se levantó muy temprano, casi con el sol, con las primeras luces inclinadas del día y con el piar y el vuelo rasante de los vencejos cerca de su balcón. Su madre le ayudó a vestir el jubón rojo y el calzón blanco, tan hermosos, colocándose luego él solo ante el espejo su sombrero con plumas y, por último, las zapatillas con las que bailaría ante el mismísimo Dios en la procesión de aquella soleada mañana con olor a romero que de la sierra habían bajado para alfombrar las calles que pisaría el Santísimo Sacramento.
Miguel estudiaba sexto de Primaria en el colegio Portaceli y jugaba de medio en el equipo de fútbol sala del colegio, aunque hay que confesar que en aquella liga no iban nada bien.
Llegó cogido de laEL SEISE mano de su padre a la Santa Iglesia Catedral sobre las siete y cuarto de la mañana, y se arrodilló unos minutos ante la Virgen de la Antigua, a la que rendía una especial devoción, no sabía muy bien porqué.

- Señora, haz que todo salga bien. Yo sé que Tú lo quieres. Que no se me olvide ningún paso y yo me portaré bien el resto del año. No te lo pido por mí, sino por tu Hijo, que se lo merece todo, porque cuida de nosotros desde el Cielo. Muchas gracias, Señora.

Julia, la guapa señorita que enseñaba los bailes a los niños seises, ya estaba esperándolos desde las siete y media de la mañana a los pies de la custodia que el leonés Juan de Arfe realizara hacía ya tantos años.

- Juan, estate quieto; venga, Gabriel, ponte al lado de Rafael y cállate. Miguel, acércate. Bueno, lo único que quiero es que me oigáis. Ante todo, no os pongáis nerviosos, que no pasa nada. Tan sólo vais a procesionar delante de la Custodia Grande, como ya sabéis, la de Arfe, y en dos momentos del recorrido, que yo os indicaré, en la Plaza de San Francisco y en la del Salvador, bailaréis ante ella y al terminar el baile os volveréis y os inclinaréis ante la misma como tantas veces hemos ensayado. Sé que lo haréis muy bien, y vosotros también lo sabéis. ¿No es así, Miguel?.
- Sí señorita. Seguro que lo haremos bien.

Miguel era un guapo niño de once años de edad, rubio y alto como su madre, aunque algo travieso, pero lo de ser un seise le fascinaba. Estaba todo el día haciendo trastadas con los compañeros del cole, con los amigos del barrio, pero cuando dos días por semana desde el pasado mes de octubre iba a ensayar los bailes con la señorita Julia se transformaba en otro. Ni una travesura ni una palabrota durante la hora y media que duraban los ensayos. Su madre le decía que el arcángel de su mismo nombre, el guerrero de Dios, bajaba de los cielos y se colocaba a su lado para transformarle. Su padre, no tan creyente, decía que en el fútbol también se portaba estupendamente, así que ¿quién sabe?.
Pero Miguel andaba preocupado aquella mañana. Algo le pasaba por dentro, pero era un niño duro y no dijo nada. Sentía una especie de mareo dentro de su cabeza y con gusto se hubiera quedado en la cama, pero ¡tenía tantas ganas de bailar ante el Santísimo!.

- Quillo, ¿qué te pasa?.- le preguntó Rafa.
- Nada.
- Pues tienes una cara que no veas. Yo creo que estás acojonado.
- Anda ya.
- Bueno, vale. Oye, ¿te has fijado lo guapa que viene hoy la señorita Julia?.

Sí, Miguel se había fijado, y es que la señorita Julia era mucha señorita: alta, morena, delgada y de grandes ojos negros. Era guapa y simpática, y muy buena con los niños. A Miguel le gustaba su seño, y en Navidad le llevó un ramo de flores que comprara su madre. A Julia le gustó mucho y a Miguel le gustó que le gustara, porque le dio dos besos y un abrazo muy fuerte, y él sintió en su pecho los de la seño, y no eran como los de mamá, eran... igual pero de otra manera, más... él no sabía que más eran. A Miguel le gustó aquello y notó unas extrañas cosquillitas.

- Venga.- dijo la señorita Julia – Vamos a prepararnos que va a comenzar la procesión. Ya sabéis que la procesión del Corpus sale por la Puerta de San Miguel, la que da a la Avenida, a las ocho y media de la mañana, y que la entrada se hará por la Puerta de Palos a las doce, entre el repique de las campanas de la Giralda y antes del desfile militar. Iremos tranquilamente procesionando delante de esta custodia que está a mis espaldas, la que Juan de Arfe hiciera en el siglo XVI, hace ya cuatrocientos años, y cuando os lo indique ejecutaréis el baile que os sabéis tan bien. Recordad que sois las únicas personas de la Cristiandad que tenéis el privilegio de bailar cubiertos delante del Santísimo Sacramento, así que haceros dignos herederos de él. Sólo los seises sevillanos pueden hacerlo en todo el orbe católico por bula especial del Papa, quien resolvió así el dubio1 enviado a Roma por el cardenal y arzobispo de Sevilla don Jaime Palafox y Cardona, a quien no le gustaban nada los bailes de los seises en el altar mayor de la Catedral sevillana delante del Santísimo. De manera que los Canónigos de la Catedral, a quienes sí que les gustaba, y mucho, pidieron la mediación papal. El Papa dio su “plácet” y permitió vuestro baile ante el Santísimo en el Altar Mayor en el Corpus, la Inmaculada y en el Triduo de Carnaval, pero tan sólo el tiempo que duraran los trajes de los niños. Hecha la ley, hecha la trampa y así pues los Canónigos decidieron que un año se cambiaría una manga, otro una pernera, y así se ha seguido haciendo hasta hoy para no quebrar la voluntad papal, como creo que todos sabéis, ¿no es así?.

Un coro de angelicales voces infantiles respondió al unísono: “Sí, sí, sí...”, aunque quizás la veracidad de tan unánime respuesta estuviera por ver. Pero Miguel sí que conocía a la perfección tan bellas historias y bien que les encantaban. Juan de Arfe, el cardenal Palafox, la bula del Papa, la prohibición de arreglar los hermosos trajes de los seises que obligaba a repararlos una y otra vez desde hacía ya cuatrocientos años... Hasta sabía que la palabra seise venía de una deformación sevillana, con su particular seseo, de la original castellana “seize”, que significa dieciséis, ya que ése era el número de niños que bailaban en los primeros siglos del Corpus sevillano.
También sabía Miguel que mucho antes, allá por los siglos XVII y XVIII, salía en la procesión la Tarasca, una especie de sierpe contrahecha con siete cabezas como la Hidra clásica, la Hidra de Lerna. Sobre su lomo llevaba una especie de pequeña torre en la que estaba el tarasquillo, un bufón que llevaba un vestido multicolor y que tenía dos rostros, uno de anciano y otro de joven.
Pero el secreto mejor guardado que poseía Miguel sobre el Corpus hacía referencia a su más preciado tesoro, la Custodia Grande. Se lo contó no hacía mucho su padre, y a éste a su vez se lo dijo el suyo, el abuelo de Miguel. Resulta que Juan de Arfe se trajo a Sevilla, amén de sus utensilios de trabajo como gubias, espingardas, calibradores, grata, embutideras, trazadores, tas, limas, tornos, terrajas y acotillos, pues Juan de Arfe se trajo, como antes decía, un anillo de oricalco, una aleación de metales que tan sólo sabían fabricar los míticos atlantes. El anillo en cuestión tenía poderes maléficos, demoníacos, y se lo había entregado su padre, el orfebre vallisoletano Antonio de Arfe, y a éste a su vez su abuelo, el orfebre alemán Enrique, de la ciudad alemana de Harff, de donde tomaron su nombre castellanizando el topónimo. Cuando el Cabildo sevillano le hizo el encargo de construir una Custodia para la procesión del Corpus, Arfe vio el cielo abierto, porque pensó que fundiendo el ominoso oricalco con la plata que daría cuerpo a su Custodia la maldición del metal se eclipsaría con la Luz Todopoderosa del Cuerpo de Nuestro Señor, y así fue.
Miguel se sabía depositario de un gran secreto que le hacía ser un seise especial, un seise de primera, como quisiera que fuese su Sevilla de su alma, de primera, y no que estaba en la división que no correspondía a la categoría del equipo de Arza y Campanal.
Miguel era un seise orgulloso de serlo y daba testimonio de su fe en las octavas del Corpus y de la Inmaculada y en el triduo de Carnaval bailando ante el Santísimo en el Altar Mayor de la Catedral de Sevilla, la tercera de la Cristiandad por sus dimensiones.
“Este es el sacramento de nuestra fe”, decía el sacerdote levantando la hostia recién consagrada, y éso pensaba también Miguel, vestido de celeste en el, a veces, frío diciembre sevillano, y de rojo cuando llegaban los calores del Corpus.
A Miguel no le resultaba pesado ir de su casa a la Catedral los días de ensayo, ya que vivía en la cercana Mateos Gago. Desde el balcón de su cuarto veía todos los días la Giralda, esa torre de los vientos que construyeron los árabes y remataron los cristianos imitando a Vitruvio. “Turris (E) Fortissima (N) Nomen oni (O) Proverb.18 (S)” podía leerse en el cuerpo con que la coronara Hernán Ruiz en pleno Renacimiento. Inspirado en el Proverbio 18, 10 que dice: “Torre fuerte es el nombre de Jehová; a él correrá el justo y será levantado”, la Giralda era como un faro de la fe levantado hacia el dulce cielo de Sevilla, la primera ciudad que adoptó como propio el dogma de la Inmaculada Concepción de María. Hija del Renacimiento era esa torre fortísima que se veía desde toda la campiña sevillana, e hijos del Renacimiento eran también los niños seises, así como sus bailes y sus canciones, que interpreta la escolanía de la Catedral.
Sevilla ciudad barroca, sin duda, pero también renacentista, romana, neoclásica, árabe, romántica y tantas cosas más. Miguel era un seise orgulloso de serlo, como hemos dicho ya, y orgulloso también de la múltiple herencia cultural de su ciudad. Con once años, rubio y alto como un trigal antes de la siega; alumno de Portaceli y vecino de Mateos Gago, le hacía mucha gracia que el celeste de su traje de seise fuese el mismo color con el que jugaba de medio a futbito en el colegio. 6 a 0 perdieron en casa el pasado sábado frente al San Francisco de Paula. Vaya liga que llevaban este año, pero él no se atrevía a pedirle por el equipo al Señor ante el que bailaba. Le parecía poco serio, y además que aquella mañana no se sentía muy bien.

- Miguel, ¿te pasa algo?.- le preguntó la señorita Julia.
- Es que estoy como mareado, pero no me pasa nada. Ya se me quitará.
- Bueno, ya sabes que yo estaré todo el tiempo a tu lado, así que si te encuentras mal me lo dices para llamar a tus padres y que te lleven a casa.
- No, por favor, que estoy bien, de verdad.
- Así me gusta, valiente.- y la señorita Julia le dio un beso de los de cinco a la docena.

Por la Puerta de San Miguel habían salido ya todos los pasos del larguísimo cortejo del Corpus. Tan sólo quedaba la Custodia Grande. Los hombres que manejaban el dispositivo mecánico que hacía andar a la soberbia Custodia de Juan de Arfe la estaban conduciendo ya a su salida. Miguel miró su reloj y vio que era poco más de las nueve de la mañana. La señorita Julia comenzó a preparar a los niños para su salida procesional, y para calmar los nervios empezó a hablarles del complejo y largo cortejo que lleva el Corpus de Sevilla.

- Ya sabéis que los niños carráncanos, con sus extrañas vestimentas, “arrancan” la procesión, y de ahí su nombre. Le siguen las representaciones de las Hermandades de Gloria por orden de antigüedad, viniendo luego el paso de las Santas Patronas. A continuación le toca el turno a las Hermandades de Penitencia no Sacramentales y al paso de San Isidoro. Después llegan las representaciones del Apostolado de la Oración, Congregación de Luz y Vela y Adoración Nocturna. Otro paso, el de San Leandro, y después las Hermandades Sacramentales. Llega luego el paso del santo rey San Fernando y representantes de diversas instituciones civiles. Por fin, la Inmaculada, y luego la Archicofradía Sacramental del Sagrario con el paso de su propiedad, el del Niño Jesús del Sagrario, talla del gran Martínez Montañés.
- Jo, macho.- le dijo bajito Rafa a Miguel – Vaya rollo que nos está largando.

Pero Miguel sólo tenía oídos para las palabras de la señorita Julia, que hoy estaba para comérsela cruda, guapa como un clavel reventón, y con un vestido largo de gala que ya, ya; y es que a Miguel le gustaba mucho la señorita Julia.

- Ahora toca el turno a los representantes de las instituciones religiosas, delante de la Custodia Chica, obra de Francisco de Alfaro, del siglo XVII. Tras esta Custodia, y después de representantes de instituciones tan relevantes como el Tribunal Eclesiástico o la Real Maestranza de Caballería y el Cabildo Catedralicio venís vosotros, los seises, vestidos de rojo como manda la tradición no escrita de esta ciudad, y por último, la maravilla de las maravillas, esa gran Custodia que tenéis a vuestras espaldas y que labrara el mejor orfebre que ha habido jamás en este país y que se llamaba Juan de Arfe, entre 1580 y 1587, por encargo expreso del Cabildo de esta Santa Catedral. La Custodia Grande, como también es conocida, tiene cuatro cuerpos: el primero es toda una lección de teología; el segundo lleva los símbolos de la Pasión de Nuestro Señor; el tercer cuerpo contiene el Cordero del Apocalipsis y el cuarto y último es un pequeño templete con doce columnas compuestas situadas por parejas que contiene la Santísima Trinidad sobre un arco iris y es rematado por una estatua de la Fe. Cualquier museo europeo, americano, canadiense o japonés daría cientos de miles de dólares por poseer esta joya, y los sevillanos la usamos para poner dentro de ella el cuerpo de Jesús y pasearlo por el centro de Sevilla entre olor a juncia y romero. Y vosotros vais a bailarles como lo que sois, como ángeles. ¿O no es así, mis niños?.
- Sí, señorita.- y lanzaron su grito de guerra – “É, ó, é, mucho seise, oé”

Llegaron al dintel de la Puerta de San Miguel y pudieron ver la multitud que los esperaba en la Avenida. Un fuerte olor a romero los invadió y salieron de la Catedral. Miguel se sentía orgulloso de él y de Sevilla. Como buen sevillano que era, se sentía tan amante de su ciudad que pensaba que no había en todo el mundo otra igual a ella. Y en ese momento salió la Custodia Grande, la de Juan de Arfe, ese auto sacramental andante, con sus cuatro cuerpos, todo él elaborado en plata pura, en una labor más de magia que de orfebrería y de la que dice la antigua conseja que lleva en su interior un trozo de plata alquímica elaborada en la Atlántida y que se trajo Arfe de su tierra para quitarle su maléfico poder ante la presencia sagrada de la Sagrada Forma, como bien conocía Miguel por boca de su padre. Con el cielo azul que se había puesto Sevilla de sombrero aquella luminosa mañana y con el vuelo de los vencejos, aviones y cernícalos de las colonias de la Catedral, las campanas de la Giralda estallaron de alegría y la torre fortísima pregonó a los cuatro vientos que Dios estaba en la calle en una soleada mañana de jueves como debía ser. Sevilla no había trasladado el Corpus al domingo, sino que seguía pensando que había tres jueves al año que relucían más que el sol: Jueves Santo, Corpus Christi y el día de la Ascensión, y había hacho del Corpus y del día de la Virgen de los Reyes sus fiestas más íntimas, más auténticas, las de los sevillanos de verdad, en esas dos calurosas mañanas de verano en los que las madres sevillanas se colocaban muy de temprano sus vestidos de estreno, y ponían su ropa de domingo a los niños para que, sentados en la Avenida, en Sierpes, en el Salvador o en las estrechas calles de Francos o Placentines, vieran desfilar delante de ellos ese cortejo interminable que es la procesión del Corpus de Sevilla.
Aquel año de extraño número, 2000, cayó el Corpus muy avanzado ya el mes de Junio, pero el Señor puso su mano sobre la ciudad que alabó a su Madre antes que ninguna otra y la regaló con una deliciosa mañana de primavera, de tal manera que Miguel y sus compañeros pudieron bailar sin excesivos calores. Fue una de esas mañanas mágicas de Sevilla en las que el azul del cielo parece de frío noviembre y la caricia del aire de dulce mayo. Miguel se fue fijando en todos los altares que habían colocado a lo largo de todo el recorrido procesional, así como en los balcones engalanados y en los escaparates que celebraban el sacramento de nuestra fe. Sobre todo le encantó el de la Virgen de la Hiniesta en la fachada plateresca del Ayuntamiento, colocada en lo alto de su paso blanco de gloria como una reina de los cielos. Aquella pequeña talla gótica, con su niño en brazos, le recordó una foto que su madre tenía enmarcada en el aparador llevándole a él en brazos cuando era un mocoso de seis meses de edad. A Miguel le encantaban las vírgenes con Niño; le parecían alegres, simpáticas y siempre que veía alguna le rezaba. Aquella tan especial mañana le pidió a la pequeña Virgen de la Hiniesta que por favor le quitara el malestar, que le iba en aumento.
Llegaron a Francos y alcanzaron Placentines. Ya quedaba poco. Dentro de nada estarían en la Plaza de la Virgen de los Reyes, y allí fue donde vio a sus padres. Mamá estaba guapísima y pudo ver como lloraba de emoción al ver a su niño vestido del mismo color del cielo que tenían sobre sus cabezas, caminando delante de Aquello que daba sentido a toda la procesión y a su fe. Al pasar frente a ellos, papá le hizo ese gesto tan suyo de levantar la mano derecha con el pulgar extendido hacia el cielo, y Miguel le respondió con una de esas sonrisas suyas que iluminaban a todo el que la veía; una sonrisa de ángel. Fue entonces cuando de nuevo estallaron las restauradas campanas de la Giralda, gritando a toda Sevilla: “Ya está Dios llegando a su Casa en lo alto de su trono de plata”, y la hermosísima Custodia de plata entró a la Catedral por la Puerta de Palos.
Serían las doce y media cuando sus padres lo recogieron en el interior de la Catedral, ya Miguel cambiado, vestido de nuevo de niño del Portaceli, de medio del equipo que perdió 6-0 el pasado sábado frente a San Francisco de Paula y, cómo no, mamá se lo comió a besos y papá le dijo “Muy bien, machote”, y también le besó, y la señorita Julia le besó, y en Casa Robles, donde estaban la abuela y los tíos, también le besaron, y Miguel llegó a pensar que el camarero que le puso la Coca-Cola también le besaría, pero aunque el Señor a veces aprieta, no ahoga y se detuvo, por fin, aquel empalagoso diluvio de besos.


*              *               *


Dicen que el alma de una ciudad se adivina mejor en la trastienda de la fiesta que en el transcurso de la misma, y cuando Miguel bajó a su calle – serían las seis y media de la tarde – y la vio vacía, calurosa, con los bares y tiendas cerrados, se encontró, sin saberlo, con el alma de su ciudad, con esa Sevilla auténtica que cierra sus puertas a cal y canto a lo foráneo, a lo que no es de ella, y que sólo se da a quien desea tomarla, pero nunca se entrega del todo sino a sus hijos.
Miguel intuyó todo aquello, aunque no podía expresarlo con palabras. Había bajado para acercarse a Abades a buscar a Enrique, su gran amigo del alma, aunque el pasado sábado le marcara tres de los seis goles que les había embutido, más que colado, San Francisco, y con todo el reglamento de su parte, aunque como era jueves ya se le había olvidado, pero en casa de Enrique no había nadie. Seguro que se habían ido a la playa; claro, como sus padres eran de Madrid. La misma suerte corrió con Carlos, en la calle Fabiola, y con Marcos, que vivía en la mismísima Plaza de la Virgen de los Reyes, enfrente de la Giralda. Pero bueno, como la abuela le había regalado un billete nuevecito de mil pesetas, se acercó dando un paseo a un puesto de prensa de la plaza de San Francisco que sí que estaba abierto, y se compró una revista de la Play Station que traía un disco con varias demos, y entonces fue cuando la vio de nuevo. Se acercó a Ella, con la revista en sus manos, y la miró.
- Señora.- preguntó a una mujer mayor que llevaba una medalla de la Hermandad en el pecho y estaba vendiendo estampas - ¿a qué hora se la llevan?.
- A las nueve, hijo. ¿Vas a venir a verla?.
- Sí, con mis padres. ¡Ah!, ¿sabe usted?. Yo soy un seise.
- No me digas, y con lo guapo y alto que eres seguro que daba gusto verte bailar. ¿Cómo te llamas?.
- Miguel, como la puerta por donde sale la procesión.
- Muy bien, hijo. Pues yo, María, como la que está en lo alto del paso blanco que estás mirando.

Y aquella señora mayor, con su vestido de domingo, sacó del bolso una reluciente moneda de quinientas pesetas y se la dio.

- Toma, para que te lo gastes con tus hermanos.
- Muchas gracias, pero no tengo ningún hermano.
- Bueno, pues con tus amigos.
- ¡Ah!, vale, pero tendrá que ser mañana, porque he ido a buscarlos y como ninguno de sus padres son de Sevilla no comprenEL SEISEden nuestras cosas y se han ido a la playa. Dicen que la Semana Santa y el Corpus son para los santurrones.
- Pues mejor, porque así estamos más anchos.
- Eso digo yo; que ellos se lo pierden.

La señora pensó que Miguel era un niño muy redicho, pero la verdad es que a ella le gustaban los niños redichos y le acarició sus rubios cabellos.

- Ten esta estampa de la Hiniesta, de la retama bendita del barrio de San Julián.
- Jolín, que guapa es. Pero ésta no es la que está en el paso.
- No, ésta es la que sale el Domingo de Ramos, la Dolorosa, y la pequeña que está en el paso es la Hiniesta Gloriosa.
- Pues me gustan mucho las dos. Señora, voy a mi casa a buscar a mis padres para verla andando. Muchas gracias por los regalos.
- De nada, hijo, de nada.

Miguel cortó por Hernando Colón para llegar antes a su casa. Su padre estaba ya arreglado para salir y su madre se estaba pintando.

- ¿Qué, Miguel?. ¿Cómo llevas el día de hoy?.
- Bien, pero tengo un poco como de fatiga, no sé porqué.
- Algo te habrá sentado mal. Oye, ¿y esa estampa?. Anda, pero si es la Hiniesta.
- Me la ha dado una señora muy simpática en el Ayuntamiento y le he dicho que vamos a ir a verla.
- Hombre, quién lo duda. Por supuesto que iremos a ver a la Retama Bendita del barrio de San Julián.
- ¿Porqué la llamas así, papá?. La señora también lo hizo.
- Porque hiniesta es lo mismo que retama, ese arbusto que crece en los campos y huele tan bien, y la Virgen de la Hiniesta recibió ese nombre porque la encontraron en un retamal, pero a la pequeñita, no a esta guapetona que te ha dado esa mujer y que es la Dolorosa que sale el Domingo de Ramos detrás del Cristo de la Buena Muerte.
- Venga, ya estoy lista. ¿Os gusto?.

La verdad es que la madre de Miguel era muy guapa y, además, sabía arreglarse.

- Miguel, ¿qué te pasa?. Tienes mala cara.
- No es nada, mamá. Algo que me habrá sentado mal. ¿Nos vamos ya?.

Bajaron a la calle y fueron paseando hasta la Plaza de San Francisco donde ya se estaban preparando los costaleros para llevarse a su Virgen en su blanco paso de gloria.
La tarde del Corpus es testigo de los regresos a sus templos de alguno de los altares que se preparan para la procesión matutina, y es también antesala del domingo siguiente a ella, en que Triana y la Magdalena muestran las distintas caras con que Sevilla le reza al Señor. Miguel y sus padres se colocaron a los pies de la rampa por la que el capataz haría descender, como si bajara de los cielos, a la pequeña talla gótica que apadrina al Ayuntamiento sevillano. Pero Miguel se encontraba mal de verdad y notó como una punzada dentro de él. ¡Que coraje!, porque el sábado tenía que jugar otra vez contra San Francisco y quería ganarle como fuera, por el honor de su equipo.
De repente sintió un fortísimo dolor en el pecho y cayó fulminado al suelo, blanco como la cera y llevándose la mano derecha al corazón para que no se le escapara.

- Miguel, Dios mío, ¿qué te pasa?. Miguel, por favor, háblame.- gritó su madre.
- Señora, apártese. No se preocupe, que soy médico.- dijo un hombre tendiendo a Miguel en el suelo. Le tomó el pulso y le cambió el rostro.- Llamen al 061 y llévense a la madre, y llamen ya. Este niño está muy mal.

En la plaza se formó el lógico revuelo.

- ¿Qué ha pasado?.
- Por lo visto un niño se ha puesto muy malito.
- Pobrecito, ¿han llamado a un médico?.

La madre de Miguel se había abrazado a su marido que intentaba tranquilizarla sin conseguirlo. El médico aplicaba a Miguel técnicas de resucitación que el padre conocía de oídas y se temió lo peor.
La procesión se había detenido y la plaza era un hervidero de rumores. Fue entonces cuando apareció por la Avenida la ambulancia y bajaron de ella los sanitarios.

- Este niño está fibrilando y no reacciona a la reanimación básica.- informó el médico que asistía al niño. Miguel estaba tendido en el suelo, inmóvil y pálido como un cadáver.

- No, por favor. Mi niño no, a mi niño no, Dios mío, por favor. Mi Miguel no

El padre de Miguel no podía articular palabra, sólo podía llorar en silencio y rezar en voz baja. Los del 061 colocaron a Miguel en una camilla y le pusieron encima una manta térmica metalizada. Se fueron corriendo con todo su aparataje de luces y sirenas, pero era inútil, llevaban un cadáver que iría directo al tanatorio del Hospital General, donde lo vieron sus padres ya de madrugada, tendido en una sala de autopsias, alto, guapo y rubio como un ángel, que es lo que era ya en el cielo al que había subido derechito. A Miguel le había estallado el corazón, de grande que lo tenía, en una tarde de Corpus delante de la Retama Bendita del barrio de San Julián. Con sus doce años, subió derechito al cielo desde el centro de Sevilla a las puertas que custodiaba San Pedro.

- ¿Aquí se puede jugar a fútbol?.
- Claro, y también con barro.- le dijo San Pedro a Miguel al recibirlo – y leemos tebeos, y tenemos consolas con juegos en tres dimensiones y en miles de colores. Ya verás como te gusta. Mira, allí entre esas nubes blancas, a mano derecha según se entra al cielo, han abierto hoy mismo un campo de fútbol nuevo. Hoy está entrenando un equipo que lleva un santo nuestro.
- ¿Cómo se llama ese santo?.- preguntó Miguel sospechando algo.
- San Francisco, pero no el de Asís, ni tampoco el de Sales. Es San Francisco de Paula, y le he oído decir que tiene el mejor equipo de toda la gloria.
- Éso vamos a verlo.- y Miguel se fue volando con unas alitas que estaban empezando a salirle en la espalda hacia el campo de blancos cúmulos dispuesto a marcarle por lo menos cuatro a aquellos santurrones. Y San Pedro lo vio alejarse volando y sonrió.


* * *


Al domingo siguiente, el padre de Miguel se levantó muy temprano y se acercó al cuarto silente de su hijo. Una zapatilla de deporte asomaba debajo de su cama y la cogió con sus manos. Era la Joma verde favorita de Miguel, sucia, casi inservible ya. Se quedó un rato mirándola y luego, con sumo cuidado, la colocó sobre la cama. No pudo evitar el llorar ni ningún padre hubiera logrado el no hacerlo. Se afeitó lentamente, limpiando cuidadosamente la cuchilla al acabar. Estuvo tentado de llamar a su esposa, que se había quedado a dormir en casa de sus padres sedada fuertemente por prescripción médica, pero pensó que sería mejor no despertarla. Bajó a la calle, y callejeó sin rumbo. Al final acabó sentado en un mesón de la calle General Polavieja observando el vuelo bajo de los vencejos a esa temprana hora de la mañana. Tomó el primer café del día contemplando la puerta de los esponsales de esa cuevita barroca que Sevilla llama Capillita de San José. Encima de dicha puerta, un bajorrelieve representa a María y José celebrando su casamiento ante un sacerdote judío mientras una paloma descendía del cielo, del cielo donde estaría Miguel ganándole a San Francisco por 6-0, contento y feliz, y oliendo a retama bendita, del cielo azul de Sevilla que ensombrece los velazqueños; del cielo al que subió Miguel una tarde de Corpus cogido de la mano por la Virgen de San Julián, dejando a sus padres solos y desamparados. Y entonces lo vio. Rubio, espigado y sonriente como un querubín.

- Papá, era verdad lo de la película que vimos el otro día, la de “Gladiador”, y que todo lo que hacemos en la tierra tiene su eco en la eternidad, porque ¿sabes qué?, le marqué 3 goles a San Francisco y ganamos 6-0, allá arriba, ¿sabes?, jugando en un campo de nubes que han puesto nuevo, a mano derecha según se entra al cielo. Me tengo que ir, lo siento, pero dile a mamá que la echo mucho de menos. Te quiero, papá, arriba os espero, y no lloréis por mí, que estoy muy bien, de verdad. Papá, ¿sabes qué?, que te quiero mucho. Mucho, mucho te quiero.

Y tras decir ésto, besó a su padre de esa forma en que sólo Miguel sabía hacerlo, estampando sus labios con fuerza, más que posándolos, en su mejilla recién afeitada, de forma que no tuvo más remedio que cerrar los ojos, que le empezaban a llover de lágrimas, mientras extendía sus brazos para abrazarlo, pero sólo encontró aire; aire cálido y dulce de junio sevillano, pero aire.
Abrió los ojos, lloviéndoles de llanto, y miró de nuevo hacia donde había visto a su hijo, pero ya no estaba. En su lugar un grupo de vencejos volaban hacia el cielo y pensó si Miguel no era uno de ellos, hasta que sus ojos, eclipsados por las lágrimas, ya no lograron verlos. Salió corriendo a buscar a su esposa y le contó lo ocurrido. Ella lloró con lágrimas de madre, lágrimas negras de dolor sin sentido y luego le dijo que, de haber un cielo para Miguel, sería como él lo había descrito: con campos de nubes para jugar a fútbol de ataque, a fútbol ganador. Así era Miguel, y de seguro que algunas tardes vestía su jubón rojo o celeste de seise y danzaba delante de la Reina y Madre con su sombrero de plumas entre una multitud de serafines, tronos y potestades que contemplarían desde arriba lo que Sevilla hace aquí abajo para recordaros que, mejor tarde que temprano, algún día estaremos en ese coro con cientos de Miguel ataviados con vaquerillo y calzón y hablando de tú a tú con la Retama Bendita del barrio de San Julián.

Rafael Navarrete Bohórquez
Mañana del Corpus Christi de 2001







BIBLIOGRAFÍA

Fiesta grande. El Corpus Christi en la Historia de Sevilla” Vicente Lleo Cañal Biblioteca de Temas Sevillanos.
Servicio de Publicaciones del Ayuntamiento de Sevilla. Sevilla 1980

El seise dormido” y “El secreto de la Custodia del Corpus”, ambos en el libro de cuentos “Sevilla inventada” de Antonio Hermosilla Molina.
Biblioteca Guadalquivir.
Guadalquivir Ediciones. Sevilla 1999

Enciclopedia Encarta 1999
Voces:
Arfe
Eucaristía
Corpus Christi
Catedral de Sevilla
Iglesia Católica Apostólica y Romana
Concilio de Trento
Reforma protestante


1 Se denomina dubio, del latín dubium, duda, a toda cuestión cuestionable, dudosa, que se plantee su resolución en los Tribunales Eclesiásticos.

No hay comentarios: