“Para
mí, lo fantástico
procede
siempre de lo cotidiano”
Julio
Cortázar
Francisco gustaba de hacer el
mercado muy de mañana, casi al amanecer. Al fin y al cabo, desde que
se jubiló hacía ya la friolera de cinco años, la compra se había
convertido en su principal ocupación.
Aquel día, como
todos, se levantó muy de mañana, con las campanas de un convento
cercano que llamaban a maitines. Salió de la cama y sentóse en el
wáter, exoneró el vientre e hizo sus abluciones matutinas. Después
le llegó el turno al rito diario del afeitado, con brocha, jabón y
navaja, como es de recibo en un hombre que siempre se había vestido
por los pies.
Ya aseado, se dirigió
a la cocina, donde se preparó un café claro que siempre tomaba con
leche y un poquitín de azúcar. Eso de la sacarina eran tonterías
de médicos, y Francisco pensaba que, como dice el refrán, quien pee
fuerte, mea claro y caga duro no precisaba galeno ni boticario.
Al bajar a la calle, con la luz del
alba en los cielos, compró su ABC en el kiosco de Alberto y vio las
mortuorias. Era una suerte el día que no venía la de algún
familiar o conocido. A su edad, uno sabe que pronto navegará por la
laguna Estigia y siempre se está a la espera de la pronta visita de
la Parca.
Francisco
gustaba de sentarse en un velador de mármol de Casa Cobo, donde Juan
el camarero le llevaba su segundo café del día y, de vez en vez,
una tostada con ajo y aceite de oliva que le sentaba a las mil
maravillas.
Abrió el ABC por las
páginas en donde hablaba de cultos cofradieros. Hoy era Viernes de
Dolores, y en este pórtico de la Semana Grande le apetecía ver
todos los años el traslado del Cristo de la Quinta Angustia a su
paso. Lola era también muy aficionada a todo lo relacionado con la
Semana Mayor de Sevilla, aunque ella prefería el traslado del Cristo
de la Mortaja, en el hermoso Convento de la Paz. A veces, para
convencerla, Francisco le recordaba aquella saeta que oyeran cantar
al Calvario saliendo de su templo:
“Las tinieblas del Calvario
en soles se convertían,
que
tú nos diste la luz,
cambiando
la muerte en vida,
desde
el árbol de la Cruz”
pero, claro, ella
contraatacaba con otra:
“Con blanco lienzo de lino
le
hicieron una mortaja,
y
con aromas muy finos
el
Santo Cuerpo embalsaman
de
aquel Cordero divino”
Llegó la
hora de hacer la compra, que efectuó en el mercado de la Puerta de
la Carne: un poco de fruta, una merluza fresca a muy buen precio y
unos despojos, mollejas de cordero, el plato preferido de Lola,
aunque el médico le decía siempre que no abusara de ellas. ¡Que
sabrían ellos!. Por último, compró el buen pan caliente, recién
hecho, de la tahona de las Doncellas.
Cargado
con la prensa, el pan y la compra subió a su casa, en la calle
Rastro, lindante con el antiguo Cuartel de Intendencia y actual sede
de la Diputación Provincial.
Francisco calentó café en una
cacerola y sirvió dos humeantes tazas. En la mesa camilla de la
pequeña salita colocó, cuidadosamente, las dos tazas con sus
cubiertos, el pan tostado y la aceitera. Fue de nuevo a la cocina por
el azucarero, aquel de barro cocido tan bonito que Lola comprara en
Aracena, que se le había olvidado. Al sentarse, colocó frente a él
la foto de Lola, enmarcada con su lazo negro en el ángulo superior
derecho.
- ¿Te echo el azúcar, niña?. –
se dirigió a la foto – No te molestes, que ya te preparo la
tostada.
Encendió la radio y sonó la canción
de la Piquer que tanto les gustaba:
“Cuando
el domingo te pones
el
traje negro de pana
y
ese clavel en la boca
y
ese sombrero de ala ancha...”
- Que bien cantó Doña Concha el año
49 en el Teatro San Fernando, ¿recuerdas?. He olvidado el nombre de
aquel espectáculo, ¿tú te acuerdas, Lola?, aunque nunca se me va
de la cabeza lo muchísimo que nos gustó. Era la mejor de todas. Y
encima casó con aquel torero, Pascual Márquez, que era uno de los
grandes. El torero y la tonadillera, la esencia del ser español.
¿Quieres que te ponga otra tostada?.
El
Viernes de Dolores era fecha señalada todos los años para Francisco
y Lola. Era el santo de ella y el pórtico de la Semana Grande, pero
sólo para los iniciados, como Francisco, como Lola; el uno con el
Calvario, la otra con la Mortaja.
La otra con la mortaja.
La otra con la mortaja.
A Lola la amortajaron las Hermanas
de la Cruz el Viernes de Dolores de hacía ya tres largos años.
- Lola, ¿no vas a tomarte el café?.
Bueno, ya me lo llevo..
Francisco cogió la taza de Lola y
se quedó mirando su foto. Dejó con cuidado la taza en la mesa y
tomó la foto con sus dos manos, con muchísimo cuidado, como si
fuese un pajarico caído de su nido. Con los dedos índice y corazón
de su mano derecha acarició el dulce rostro enmarcado de Lola.
- Perdona un momento, querida.
Colocó
de nuevo la foto en la mesa y se dirigió al cuarto de baño. Abrió
el grifo del lavabo y dejó correr el agua. Entonces, empezó a
llorar; larga, cansina, amargamente, tapándose el rostro con las
manos, como avergonzado. No podía soportar el hecho de que Lola no
estuviera a su lado, pero tampoco el llorar delante de ella, delante
de su foto, delante de su recuerdo; todavía no. Dicen que los
mejores se van los primeros y así había ocurrido con Lola, y
Francisco quedó solo y desamparado, como el pastor de la égloga de
Garcilaso.
Francisco se miró al espejo, se
humedeció los ojos con agua y recitó en voz alta y clara, como le
gustaba a Lola aquel pasaje de las Églogas.
“¿Dó
están agora aquellos claros ojos
que
llevaban tras sí, como colgada,
mi
alma doquier que ellos se volvían?.
¿Dó
está la blanca mano delicada,
llena
de vencimientos y despojos
que
de mí mis sentidos le ofrecían?
Los
cabellos que vían
con
gran desprecio el oro,
como
a menor tesoro,
¿adónde
están? ¿adónde el blando pecho?
¿dó
la columna que el dorado techo
con
presunción graciosa sostenía?
Aquesto
todo agora ya se encierra,
por
desventura mía,
en
la fría, desierta y dura tierra.”
Lola era muy aficionada, al igual
que él, a la poesía clásica del Siglo de Oro, sobre todo a
Garcilaso y a San Juan de la Cruz, a los que llamaba “dulces
cantores del alma castellana”.
Decidió perfumarse antes de salir,
como si hubiese hecho algo sucio. Patrich era su colonia, y Lola
gustaba de comprarla en frascos de a litro en un comercio de la calle
José Gestoso porque le salía más barato, y así aprovechaba y le
llevaba un par de calcetines de hilo o unos calzoncillos. A Lola
siempre le gustó comprarle la ropa interior, aunque Francisco nunca
entendió el porqué. Cosas de mujeres, pensaba él. Ahora tenía que
comprársela solo, cuando ya se le habían hecho viejas o el elástico
no apretaba como debía.
Volvió a la salita, recogió los
restos del desayuno, colocó en el centro de la mesa el retrato
enmarcado de Lola con su lazo negro y salió de nuevo a la calle,
con su ABC debajo del brazo. Era una soleada mañana de primavera,
algo fresca, que invitaba al paseo, pero su destino estaba algo
alejado. Se dirigió a la parada del autobús y se sentó en ella
esperando que llegara. No tardó mucho. Le mostró al conductor su
carnet de pensionista y pasó al fondo, donde se sentó y comenzó a
leer su periódico: el artículo de Capmany, el de Manuel Barrios,
las Cartas al Director... En las páginas de Sevilla hojeó los
horarios de los actos y cultos cofradieros vespertinos: el traslado
de la Quinta Angustia, de la Mortaja, del Señor de las Tres Caídas
de San Isidoro... Había donde escoger, pero veríamos que decidía
Lola. Ella siempre tenía la última palabra.
La última palabra.
La última palabra.
Las últimas palabras de Lola fueron
ininteligibles. Algo así como un jadeo agónico entrecortado cruzado
de muchos ¡Dios mío!, ¡Dios mío!. La vida no imita al arte; lo
empeora. El arte es medida, canon, razón, poesía, ritmo. La vida es
real; es el caos de la existencia. El arte es digital y discreto; la
vida, analógica y continua. Un fractal complejo en un espacio de
dimensión infinita. Por eso, el arte embellece lo que en la vida es
doloroso. Un muerto en la cruz es una visión infernal, pero el
Cristo del Amor es de una belleza sublime.
Unos día s antes de morir,
sintiéndose ya muy enferma, Lola le dijo que no quería que la
quemaran. Quería que sus restos reposaran en el hermoso cementerio
de San Fernando, en ese bello jardín que Sevilla le ha dedicado a la
muerte. Quería descansar en una tumba en el suelo sobre la que
colocaran una sencilla lápida de mármol blanco con la siguiente
inscripción:
Dolores Ruiz
Melgarejo
(1932-1996)
“Siempre
vivirás en nosotros
|
¡Cosas
de mujeres!. Pero era su deseo y Francisco lo cumplió.
El autobús llegó al cementerio y
Francisco se apeó de él. Compró un ramo de claveles rojos en uno
de los puestos de flores de los aparcamientos situados a la entrada
del camposanto. Eran las flores apropiadas para un Viernes de
Dolores, para la sin par cuaresma sevillana, y para el pórtico de
esa Semana Santa que tanto gustaba a su Lola.
Enfiló la calle de la Fe, la
avenida principal de la necrópolis sevillana, hasta llegar al Cristo
de las Mieles, ante quien musitó una breve oración, como siempre
hacía. Luego volvió sobre sus pasos y llegó ante la tumba de Lola,
de su Lola. Quitó las flores secas de los jarrones y colocó
cuidadosamente las nuevas. Luego se acercó a una de las fuentes
cercanas y cogió un cubo y paños con los que se dispuso a asear la
tumba. Aquel año no había llovido mucho y el polvo afeaba la tumba
de su esposa. Cuando acabó las tareas de limpieza se incorporó y
contempló su trabajo.
- ¿Que tal, Lola?. ¿Va todo bien?.
- Papá, por favor. ¿Ya estamos otra
vez?. ¿Por qué no nos has esperado?.
Era su hijo Rafael, con su nuera
Carmen, que venían al cementerio en el aniversario de la muerte de
su madre.
- Hola, hijo. ¿Y los niños?.
- Se han quedado en casa, papá.- le
respondió su nuera Carmen dándole un cariñoso beso - ¿Porqué te
empeñas en castigarte tanto?.
- Pero ¿qué dices?. Anda hija, no
seas tonta y déjame con mis cosas, que no son más que manías de
viejo. Además, debéis respetarme porque soy el abuelo de vuestros
hijos, y lo único que hago es cumplir un deseo. El deseo de ella de
que su tumba siempre se encontrase adecentada. ¡Tantas veces
hablamos de envejecer juntos!. Y ese sueño se truncó, como una
empresa que se va al garete. ¿A quien hago daño sino a mí?. No
creáis que estoy loco; y en todo caso, si lo estoy, es loco de amor,
que es la más hermosa locura en que pueda caer un hombre de mi edad.
¿Acaso os imagináis que no sé con certeza, con absoluta y cruel
certeza, que Lola se me murió hace ya tres años; que hace ya mil
noventa y cinco noches que duermo solo?. Pues claro que lo sé, y lo
sufro, y lo siento. Pero ¿aceptarlo?. No; nunca lo aceptaré; y por
eso todas las mañanas le preparo el café, que va al sumidero, y las
tostadas, que acaban en el cubo de la basura. ¿A quien le importa,
sino a mí?. Ya no tengo edad para usar el viejo truco del recurso
del beber, así que dejad que me engañe como pueda, con sueños,
ilusiones, fantasías que no hacen daño a nadie. Dejadme con ella,
por favor, que siempre fue mía, y volved con los niños, con la
alegría, con la vida. A mí ya sólo me queda el recurso de la
mentira, del sueño, de la ilusión. Tened en cuenta que ella,
vuestra madre, fue para mí una muchacha que hacía revolotear sus
faldas por las fiestas del barrio. Primero fue mi novia, luego mi
mujer; después se convirtió en la madre de mis hijos y más tarde
en la dulce abuela de mis nietos. Pero siempre, y por encima de todo,
fue mi compañera, y ahora es mi sueño. Dejadme con mis soledades y
mis penas, que bastante tengo con arrastrarlas.
Francisco
tenía los ojos húmedos, como su hijo. Carmen volvió a darle un
beso.
- Sólo desearía que tu hijo me
quisiese tanto como tú quisiste a Lola.
- Como la quiero, Carmen. Como la
quiero.
* * *
Francisco almorzó ese día en casa
de su otro hijo, Ramón, y de su nuera Isabel. Por complacerle, y por
cumplir con la vigilia, Isabel le preparó un guiso de bacalao con
fideos que estaba para chuparse hasta los codos, y de postre, arroz
con leche. Un típico almuerzo cuaresmal.
- Vamos a ver que te parece este
tinto manchego que me ha regalado Isabel, papá.
Ramón
sirvió una copa a su padre, que la paladeó lentamente.
- Muy bueno, Isabel, muy bueno.
Tienes buena mano para el vino, y éso denota cultura. Dicen que las
personas que saben beber, saben vivir, y tú sabes vivir, hija.
- Y tú también, abuelo. Que bien
sabes catar todo aquello que se te pone por delante.
- Es que es de los pocos placeres que
nos quedan a los viejos. Con la edad perdemos fuerza, vigor, memoria,
hasta el sexo nos abandona, pero el olfato diríase que se agudiza, o
al menos así me lo parece. Con los años sólo nos quedan los
placeres de la mesa a los que hemos perdido por causas mayores los de
la alcoba. Hombre, podemos leer, pero la vista se cansa; oír música,
pero casi siempre, sin darnos cuenta, nos hemos dormido. El pasear
cada vez es más fatigoso, y la charla con los amigos se torna
repetitiva. Pero puede que nuestra vida haya merecido un vaso de buen
vino y un plato colmado de una simple, pero excelente, sopa de ajos.
Y a veces nos entretenemos pelando judías alrededor de la mesa de la
cocina, o arvejas. Entonces, entornamos los ojos y al igual que
Proust con su magdalena, recordamos tiempos pasados, más jóvenes,
más felices. Por eso los viejos – no los ancianos ni la tercera
edad; los viejos, que es lo que somos – rejuvenecemos con el beber
y el yantar; porque es lo que nos queda después de tanto
desgastarnos al caminar por la vida.
- Papá, es admirable lo bien que
hablas.- comentó su nuera.
- Pues no tanto, porque al fin y al
cabo es con lo que me he ganado siempre la vida, con el lenguaje.No
en balde soy catedrático de Instituto –ya jubilado- de Literatura
y Lengua Española. ¡Hombre!, aquí está mi niña.
En el salón había hecho su entrada
la pequeña Julia, la menor de sus nietos, un diablillo de ojos
azules y melena rizada y pelirroja que era el ojito derecho de su
abuelo.
- Hola, abuelo. ¿Me das un duro?.
- Pronto empezamos hoy. Toma, cinco
duros para que te compres alguna que otra chuchería.
Francisco
se quedó mirando a su nieta con arrobo.
- Me recuerda muchísimo a su abuela:
los mismos ojos, el mismo cabello. Será tan hermosa como ella.
- Seguro, papá. Seguro.
* * *
Después
de tomar café, Francisco se fue paseando a su casa. No se encontraba
lejos de ella, ya que Ramón vivía en la cercana calle San José.
Al pasar por el Cuartel de la Puerta de la Carne se entretuvo leyendo
por enésima vez el azulejo dedicado a Cervantes, uno de los que
tanto abundan por las calles de Sevilla, y con sus frases en la mente
llegó a su casa.
- ¡Lola!. ¿Estás ya preparada?.
Venga, que vamos a salir.
Se
dirigió a la foto de Lola y le dio un beso.
- Tu nieta estaba hoy lindísima. Me
preguntó por tí; de seguro que quería que le dieras algo para
comprar esas chucherías que tanto le gustan. Bueno, me voy a
arreglar en un santiamén y salimos. ¿A que no sabes que santiamén
viene de las palabras latinas “Spiritus Sancti, Amen” con que
suelen acabar muchas oraciones de la Iglesia?. ¿Cómo que sí?.
Desde luego es que no se te puede enseñar nada porque lo sabes todo.
De alguna manera, Francisco estaba
contento. Sus hijos y nietos le habían alegrado el día. Si Lola
viviera sería todo como un bello sueño, pero al faltar ella la
felicidad quedaba eclipsada. Ya no estaba a su lado para alegrarle la
vida y calentarle la cama. Por eso recurría al engaño; al engaño a
sí mismo del que se estaba convirtiendo en un auténtico experto.
Abrió el ropero y escogió el traje
gris oscuro, muy apropiado para un Viernes de Dolores, se anudó al
cuello de una camisa de tonos levemente azulados una corbata de color
lila y volvió a perfumarse con Patrich.
- Lola, ya podemos salir. ¿Qué te
parece si vamos primero a la Alfalfa al besamanos de San Isidoro?.
¡Que guapa te has puesto!. Pareces una mocita.
Francisco besó el retrato de Lola y
salió a la calle. Se llegó primeramente a San Nicolás, donde rezó
delante del palio de la Candelaria por el alma de su esposa. La
virgen estaba, como siempre, preciosa con su hermoso manto azul
bordado en plata según la escuela juanmanuelina de tantísima
tradición en Sevilla. El Señor era otra cosa; de pequeño tamaño y
tallado íntegramente en madera, incluida la túnica, nunca había
sido de su agrado, aunque a Lola le encantaba.
Tomó café en el Horno de San
Buenaventura de la Alfalfa, con un pestiño de la casa que le recordó
el delicioso sabor que tenían los que su esposa preparaba todos los
años en la víspera de un día como hoy, con tanta dulzura que
diríase que la miel y el anís salieran de sus propias manos más
que del colmado donde los comprara. Lola solía colocar junto a ella
un barreño con agua templada en la que había dejado macerar puñados
de anís – matalahúva, como decimos los sevillanos – y mojaba en
ella sus manos antes de coger la masa para darle forma y freírla.
Aquella operación tan simple dábanle a sus pestiños un sabor
especial, un dulce olor a madre, a hogar, a Lola, que lo hacían
inconfundibles. ¿Cómo iba a aceptar que ya no estuviera a su lado,
si hasta un simple pestiño le recordaba su ausencia?.
“Señor,
ya me arrancaste lo que yo más quería.
Oye
otra vez, Dios mío, mi corazón clamar.
Tu
voluntad se hizo, Señor, contra la mía.
Señor,
ya estamos solos mi corazón y el mar”.
Con
estos rebeldes versos de Don Antonio se dirigió Francisco
mentalmente al Señor de las Tres Caídas, colocado en besamanos en
su capilla lateral de la hermosa iglesia de San Isidoro. Besó
devotamente la mano que portaba la cruz de aquel Señor caído como
él, agotado, herido, pero al menos Él tenía la ayuda del buen
Simón de Cirene, y Francisco no tenía quien lo ayudara a portar su
cruz. ¡Eran tan largos los días y tan dolorosas sus noches!. Con la
edad, el cuerpo necesita menos horas de descanso y las noches de
Francisco se habían convertido en largas duermevelas que se le
hacían insoportables. Últimamente había dado en leer clásicos de
la poesía española: Berceo, Manrique, Quevedo... que de alguna
manera actuaban como bálsamos sobre su alma herida, pero el bálsamo
sólo calma, que no cura, y su pecho estaba de amor tan lastimado
que, poco a poco, Francisco veía como la vida se le escapaba.
Se
dirigió al Salvador para visitar al Señor de Pasión y al grandioso
Cristo del Amor. Es increíble la belleza que en su interior atesora
la que se podía considerar, sin duda alguna, como la segunda
catedral de Sevilla. A su memoria acudió otra saeta oída con su
Lola:
“Pasión
le llama Sevilla
y
es de Pasión un clavel,
hinca,
hermano, la rodilla
y
mira que maravilla
de
Martínez Montañés”
El
increíble nazareno, que antes procesionaba con cirineo y ahora no,
estaba colocado también en besamanos en su hermosa capilla barroca
del lateral izquierdo del templo del Salvador. Fuera, en la plaza,
los jóvenes tomaban cervezas en las tres bodeguitas situadas en los
soportales vecinos de la cerería donde beatos y capillitas hacían
provisión de útiles de cuaresma. Francisco observó con sorna como
un chaval de alrededor de dieciocho años, con un pequeño pendiente
en su oreja izquierda y con el pelo muy rapado y teñido de rubio,
compraba incienso en la cerería mientras llevaba, con gran cuidado,
un capirote recogido probablemente momentos antes en la cercana calle
Alcaicería. Al salir con los recados hechos se encontró con unos
amigos en las mencionadas bodeguitas y se lió con ellos un
cigarrillo de haschís mientras saboreaba una cerveza y comentaba que
salía el lunes en el palio de la Vera-Cruz. Así es Sevilla: una
ciudad excepcional que sólo se da al que desea poseerla, pensó
Francisco mientras paladeaba un oloroso que se permitió tomar por
ser el día que era, rodeado de muchachos y muchachas en flor que
podían ser sus nietos. De hecho, uno de ellos era su nieto mayor,
que se le acercaba en compañía de su novia.
-
Abuelo, que bien te lo montas ¿no?.- Su nieto Rafael le dio un beso-
Seguro que ya te has visto tres o cuatro pasos.
- Claro
que sí, hijo. Ya sabes como me gustan. ¿Qué?. ¿Dando una vuelta?.
-
Haciendo tiempo para empezar la noche.
- Toma;
tráele algo a tu novia y te pides lo que quieras.
- ¡Mil
pelas!. Con esto tengo para toda la noche.
- Pues
mejor, así os tomáis luego otra a la salud de tu abuela, que ya
sabes que hoy es su día.
-
Abuelo, por favor. No empieces.
- Yo no
empiezo nada. ¿O acaso no es hoy el día de tu abuela?.
-
Bueno, vale. ¿Te pido algo, abuelo?.
- No,
hijo. Yo ya he completado mi cupo hasta el Domingo de Ramos.
La
novia de su nieto lleva por hermoso nombre el de Elisa, y con
dieciséis años tenía ya el cuerpo ondulado con formas de mujer.
Francisco se sorprendió mirando al soslayo y a la tenue luz de la
Plaza del Salvador cómo los pequeños pechos de Elisa dibujaban
formas suaves de alcores de campiña sevillana. No pudo evitar
esbozar una sonrisa al llevarse a los labios la copa de oloroso. Al
fin y al cabo, los viejos sólo se solazan con la vista y con el paso
de los años le atraen más los capullos en flor que la rosa en su
plenitud. Pero su mirada era limpia y no necesitaba ser lavada
después de efectuarla. Como decía Machado:
“El
ojo que ves no es
ojo porque tú lo veas;
es ojo porque te ve”
Sus
ojos eran ojos porque la veían, y no podían escapar a su condición.
Además, Elisa era una niña preciosa que a Francisco le caía muy
bien.
-
¿Dónde vais a ir ahora, Elisa?.
- Pues
no sé, abuelo. Tomaremos algo por ahí y a las doce y media hemos
quedado con unos amigos aquí en el Salvador para rular un poco.
- A las
doce y media. Muy bien, hombre, muy bien. Cuando yo estaba de novio
con la abuela de Rafael tenía ya veintitantos años, la carrera
acabada y un puesto de trabajo, y tenía que salir con ella llevando
al lado una carabina,amén de devolverlas a su casa antes de las
nueve de la noche.
- Que
mal rollo, ¿no, abuelo?. No entiendo como podían vivir así. ¡Ea!,
ya está aquí mi novio con la Coca-Cola. A su salud, abuelo.
- A la
tuya, hija. A la tuya.
*
* *
Los
niños se fueron por la Cuesta del Rosario a sabe Dios qué, y
Francisco miró el reloj. Las ocho y media pasadas. En otros tiempos
hubiera tenido que acompañar a Lola y su hermana a casa, pero hoy
estaba solo. Pensó que no merecía la pena llegarse a la Magdalena
para el traslado de la Quinta Angustia y cayó en la cuenta de que
hacía muchos años que no veía el del Señor de las Tres Caídas.
Decidió acercarse a San Isidoro para verlo. Prefirió la calle
Córdoba a la Cuesta del Rosario; en primer lugar por ser un camino
más agradable, aunque algo más largo, y después por dejar que la
parejita fuera a su aire, sin la mirada espía del abuelo. Los
pajaricos que abandonan el nido deben volar sin que sus mayores los
vigilen.
Plaza del Pan, Alcaicería, Alfalfa, Luchana; durante
todo el trayecto, que hizo muy lentamente, fue observando los
muchachos y muchachas que, animadamente, se dirigían a “empezar la
noche”, como le había indicado su nieto. Era muy hermosa la frase.
Para ellos significaba comenzar la diversión, encontrarse con los
amigos, beber, vivir. Para él pudiera ser todo lo contrario: empezar
la noche de su vida, acercarse al ocaso de su existencia, contemplar
cómo se ocultaba el sol sobre sus días. De todas maneras, no eran
pensamientos sombríos. Es hermoso llegar a la noche cuando se ha
contemplado un amanecer luminoso que ha ido dando luz a un largo día
de plenitud.
Empezar
la noche. Quizás aquellos jóvenes fueran furibundos corifeos de
aquella “infame turba de nocturnas aves” de la que hablaba
Góngora. Francisco siempre había pensado que la humanidad se
dividía en dos grandes grupos: los del día y los de la noche, los
amantes del sol y la luz y los adoradores de la luna y la oscuridad.
Según veía, la juventud del fin del milenio era mayoritariamente
nocturna, selenita, eléctrica. Aquellos mozos educados en la
navegación por Internet y el culto al ordenador no precisaban de
soles para iluminar sus vidas. Les bastaba con el gesto eléctrico de
un hilo de cobre para orientarse en sus vidas como si dicho hilo
fuese una afinada aguja de navegar. Ellos no sabían de poesías,
rimas o métricas, ni falta que les hacía. Serían seguramente
fontaneros del espacio. Preferían el DVD al cine, el E-mail a la
carta de amor entregada al buzón más cercano, el “chateo” a la
tertulia en el café. ¿Tiempos mejores o peores?. Quién sabe.
Francisco era un anacronismo en estos tiempos: un catedrático
jubilado de Literatura Española; ¿qué es eso y para qué sirve?.
Aquellos jóvenes serían eminentes oftalmólogos que curarían con
gran eficacia los ojos de sus bellas pacientes, pero a las que nunca
dirían:
“Ojos
claros, serenos,
si de un dulce mirar sois alabados
porqué
si me miráis, miráis airados”
Francisco había dedicado toda su vida al estudio del
uso correcto de la lengua española, a la difusión y comprensión de
sus mejores obras, y a estas alturas, cansado y cercano ya a su fin,
se encontraba con que sus propios nietos usaban términos como
typear, apendear, linkar, plotear... ¿Cómo hacer ver a toda una
generación la importancia del uso correcto de su idioma?. ¿Cómo
explicarles la belleza y el goce que encierra la lectura del
Lazarillo?. Quizás fuera él quien se equivocara, y en un mundo que
se mueve a la velocidad del pensamiento no quede tiempo para
humanidades, pero lo cierto era que a estas alturas de su vida la
lectura de las églogas de Garcilaso resultaban ser mayor bálsamo
para su alma que todos los ansiolíticos que le prescribiera el
médico. Y es que su alma andaba muy herida de amor y todo su ser se
hallaba dirigido por la ausencia de Lola.
Como
quiera que fuese, enredado en estos pensamientos provocados por la
observación de las pandillas juveniles que pasaban por la calle,
Francisco llegó a las escalinatas que accedían a la iglesia de San
Isidoro, donde iban a dar comienzo los cultos cuaresmales y el
traslado del Señor de las Tres Caídas a su paso.
Entró
en la iglesia, que se encontraba ya llena, y halló hueco en un banco
trasero, donde siguió con mucho interés el rosario que rezaron los
hermanos portando en andas al Nazareno caído en tierra que hacía ya
más de tres siglos tallara Francisco Ruiz Gijón. Terminado el rezo
del rosario, se dirigieron los porteadores con su Señor al hermoso
paso barroco en el que se encontraba ya esperándolo la prodigiosa
talla de Simón de Cirene, del mismo autor del Señor.
El
humo del incienso, los rezos entonados en voz queda, la tenue
iluminación de velas de la iglesia, el olor a cera, incienso y el
del azahar que adornaba el palio de la virgen del Loreto, todo ello
junto hizo que Francisco se fuera entregando poco a poco a los brazos
de Hypnos, el dios griego del sueño. Al principio era sólo una
modorra que le hacía dar cabezadas de las que despertaba al poco
tiempo, pero éstas se fueron haciendo cada vez más amplias hasta
que quedó profundamente dormido.
Francisco
soñó con aquella época en la que Lola aparecía en el zaguán de
una casa de la calle Cristo del Buen Viaje que tenía a gala hacer la
mejor Cruz de Mayo de toda Sevilla. Eran finales de los años
cuarenta y, por aquellos entonces, Lola era una mocita preciosa que
llegaba con biznagas en el pelo y una falda que revoloteaba con la
suave brisa del mayo sevillano. Aquella falda al bies ondulando
alrededor de las piernas de aquella niña preciosa enloquecía al
buen Francisco, que era un mocito muy afectado, en el buen sentido
del término, y bien plantado a la caza de muchachas en flor.
Francisco
soñó que bailaba con su Lola en aquel patio floreado y engalanado
con cadenetas de colores de papel de celofán, dando vueltas y más
vueltas que hacían salir volando a los dos hasta llegar al cielo en
el que, sobre nubes rosas y blancas de azúcar de feria, seguían
bailando y bailando toda la noche, pero una noche iluminada por un
sol radiante que embellecía aún más a su Lola.
Hubiese
querido no despertar nunca de aquel sueño. Incluso morir allí, en
brazos de ella, pero sintió que le tocaban el hombro. Al principio
no quiso atender aquel llamado, pero insistieron y notó una presión
más fuerte en su hombro. Miró a Lola y vio como ella se separó de
él diciéndole adiós con la mano, alejándose entre las nubes que
la iban ocultando como una tenue niebla.
- Ve
con ellos. - le dijo Lola al alejarse.
Francisco
abrió los ojos. A su lado se encontraban dos jóvenes vestidos a la
hebrea. Francisco se sobresaltó.
- No se
asuste, buen hombre.- le dijo el más joven – No queremos hacerle
ningún daño sino llevarlo ante nuestro padre. Verá como su charla
le hace mucho bien.
-
¿Acaso conozco a vuestro padre?.
- Ya
verá como sí. Mucho más de lo que pueda pensar.
Francisco
se levantó del banco eclesial donde había tenido aquel dulce sueño
y acompañó a los extraños jóvenes.
“Recordar
los dulces sueños del ayer;
recordar
las melodías soñadas”
Como
una música que bajase del cielo oyó aquella vieja canción de los
cuarenta.
-
¿Quién canta?.
-
Seguramente su conciencia.
- ¿Qué
quieres decir con éso?.
- Las
palabras sólo quieren decir aquello que quiere oír su destinatario.
No se asuste, Francisco. Nada de lo que vea u oiga debe asombrarle.
Está entrando en el reino de los sueños y todo estará en su justa
medida. Mire, aquí está nuestro padre.
Mientras
tenía lugar esta pequeña charla habían llegado a los pasillos que
conducían a la sacristía de la iglesia, adornados con elementos
barrocos por doquier. De pie, frente a unos candelabros salomónicos,
se encontraba un hombre de unos cincuenta años, también vestido a
la usanza hebrea, que se aplicaba en encender las velas de los
mismos.
-
Bienvenido seas, Francisco; ven y siéntate. Debo explicarte algo.
- Creo
que debería más bien explicar bastantes cosas.
-
Bueno, no te impacientes. Primero haré las presentaciones. Estos dos
jóvenes que te han traído a mi presencia son mis dos hijos,
Alejandro y Rufo, que nacieron en Cirene cuando el Maestro explicaba
a los hombres la Palabra del Padre. Ambos fueron discípulos de
Pablo, y vinieron con él a estas tierras a predicar las enseñanzas
de nuestro Maestro. Incluso pudiera ser que lo hicieran en la misma
Sevilla, aunque entonces no se la conociera por este nombre. Al final
de la epístola de Pablo a los romanos, se menciona a Rufo y a su
madre, como puedes comprobar con su lectura. Supongo que te habrán
tratado bien, ya que son buenos cristianos. Y te preguntarás porqué
quiero hablar contigo. La verdad es que no soy yo quien quiere
hablarte, sino alguien más importante. Yo te conduciré ante Él.
- ¿Y
quién eres tú?.
- Mi
nombre es Simón, de la localidad galilea de Cirene, y al igual que
hace dos mil años ayudé a un hombre a hacerle más soportable el
peso que acarreaba, hoy voy a ayudarte a ti a llevar tu carga, tu
pesada carga.
- ¿Qué
sabes tú de mi carga?.
- Todo,
porque me lo ha dicho Aquel que todo lo ve y todo lo sabe. Tu carga
es la muerte de Lola, su ausencia. La falta de su olor en la almohada
cuando te levantas, el no oír su voz desde el cuarto de baño, el
sacar de paseo solo a tus nietos. Todas esas pequeñas cosas que
hacen que tu vida sea vacía y sin color. Si falta la risa de ella en
casa nunca podrás suplirla con la de tu nieta Julia, por mucho que
quieras a esa niña. ¿Tengo o no razón?.
Francisco
calló ante las palabras de Simón, ya que había definido a la
perfección su callado dolor, aquel que sólo él conocía. Y puede
que también Lola, y quizás Dios, aquel Dios en el que creía con
esa fe de carbonero que sus padres le inculcaron en los ya tan
lejanos años en que jugaba con pantalón corto.
De
repente sintió que algo le rondaba, una presencia glacial que le
resultaba desagradable y atractiva a la vez, como si llevara tiempo
esperándola y temiéndola al mismo tiempo. La presencia de la Parca.
- Así
pues, déjame que cargue con tu cruz y sígueme. Vamos a ver a ese
Señor cuya visión alegra los corazones de todos aquellos que creen
en Él, como tú. ¿Quieres seguirme, Francisco?.
Simón
comenzó a andar muy lentamente por el pasillo de la sacristía y
salió a la iglesia seguido de Francisco. Sería ya de madrugada y la
iglesia estaba iluminada tan sólo por las velas del altar mayor y de
las capillas laterales. El Nazareno de Gijón estaba colocado en su
paso, caído en tierra, en la que se apoyaba con su brazo derecho
mientras que el izquierdo sostenía la pesada cruz a la que iban a
clavarle. Situado detrás de Él y mirando a su diestra, el buen
Simón de Cirene le sostenía el travesaño vertical que sería
enterrado en el Gólgota para levantar la cruz en la que tendría su
agonía aquel hombre justo que no había hecho daño a nadie.
Francisco se colocó al lado del Cirineo de carne y hueso que rezaba
ante su Maestro. No sabía que hacer. Aquello no podía ser real, y
sin embargo lo era. Francisco miró a su izquierda, a la capilla que
flanquea la puerta de salida a la calle San Isidoro; en ella se
encontraba la capilla de Nuestra Señora de Salud, con su pequeño
niño en brazos, el Chato de la Costanilla le llamaban, con la
expresión beatífica del bebé que ha quedado ahíto después de
mamar. Miró al frente y sus ojos se encontraron con los de la Virgen
del Loreto, y le pareció que ésta le sonreía. Entonces, la virgen
descendió de su palio y se puso a caminar por un campo repleto de
laureles, un loreto, como le correspondía a esa bella dolorosa
sevillana. Se acercó a Francisco y le hizo entrega de la pequeña
réplica en oro del Plus Ultra, el avión en el que Ramón Franco y
sus dos compañeros cruzaron el Atlántico, y que siempre la acompaña
por ser patrona del arma de Aviación.
- Toma,
Francisco. Para que te pasees en él con Lola cuando te la encuentres
en el cielo.
Francisco
tomó aquel lujoso juguete y lo guardó en un bolsillo de su
chaqueta. El loretal se desvaneció tal y como había aparecido, y la
virgen volvió a ocupar su lugar debajo del palio.
-
Alejandro, Rufo: acercaos.
Los
hijos de Simón de Cirene obedecieron rápidamente a su padre.
-
Desnudad a Francisco, pero dejadle el regalo que le ha dado nuestra
Señora.
Francisco
quedó rápidamente desnudo con el pequeño Plus Ultra de oro asido
por su mano derecha.
-
Desnudos llegamos a este mundo y desnudos lo abandonaremos. El ropaje
no es más que un signo de distinción social, un elemento
diferenciador. No nos vestimos para abrigarnos, sino para demostrar
quienes somos. El rey lleva vestidos regios; el juez, su toga para
asustar al reo; viste de soldado el general y con andrajos el
pordiosero. Tú debes quedar desnudo para hablar con Él, aunque
puedes quedarte con ese juguete que te ha dado María. Ahora debo
dejarte, pero volveremos a vernos allí donde el arco iris es
circular. Desnudos los dos, desnudos todos, como salimos de nuestras
madres. Mis hijos ya han partido allí donde el tiempo fluye en todas
direcciones, y será allí donde yo, Simón de Cirene, te quitaré tu
cruz y tu carga, y me recitarás algunos de esos versos que tanto
amas.
Simón
abrazó a Francisco y se marchó. En ese momento sonaron seis
campanadas; sordas, cadenciosas. La primera apagó todas las velas de
la iglesia. Las dos siguientes fueron iluminando con un tono
amarillento pálido el paso del Señor. Con la cuarta, comenzó a
sonar un motete. La quinta campanada llegó con una suave brisa y la
sexta quedó flotando en el aire, reverberando al mismo tiempo que el
oboe, clarinete y la flauta travesera del motete intensificaron su
volumen. Después de tres repeticiones del mismo vino un silencio que
quedó roto por un Réquiem. Francisco lo reconoció de inmediato.
Era el sobrecogedor Réquiem de Ligetti: “Requiem aeternam dona
eis, Domine, et lux perpetua luceat eis”. Las notas de
este Réquiem llenaron la iglesia de sonidos fantasmales que
sobrecogieron el ánimo de Francisco, sobre todo al llegar el momento
en que el coro entona el “Confutatis maledictis, flammis acribus
addictis: vera me cum benedictis”.
-
Francisco, ha llegado la hora. ¿Estás preparado?.
La
música cesó tal como había comenzado. Todo volvió a su ser.
Sintió pudor por su desnudez.
- No te
preocupes. Sólo precisan ropajes los que deben ocultar algo. Tú
debes acudir desnudo al seno del Señor. ¿Sabes quién soy?.
Francisco
dio la callada por respuesta. No estaba seguro de acertar. Por un
lado, creía estar soñando; por otro, juraría hallarse ante el
Señor de las Tres Caídas.
- Soy
Aquel a quien te diriges cada vez que vas a ver a tu Lola: el Cristo
de las Mieles, del Amor, el Señor de Pasión, o si lo prefieres,
Nuestro Padre Jesús de las Tres Caídas. Y vengo a traerte el
descanso y a concederte lo que tanto me has pedido. La vuelta co n
Lola, con tu Lola, y espero que realmente lo quieras.
- Con
toda mi alma, Señor.
- Pues
muy bien, así se hará. Siéntate y descansa, que más tarde nos
veremos.
Francisco
volvió a encontrarse en el interior de la iglesia. Un silencio
sepulcral llenaba la misma, pero sonaron de nuevo seis campanadas. La
primera volvió a encender las velas, las dos siguientes quitaron la
luz amarillenta del paso del Señor; las cuarta y quinta sonaron como
si las tocaran ángeles o querubines, tiernas, argentinas, y con la
sexta entró en un profundo sueño, un sueño reparador, como si
fuese el sueño eterno, el último sueño.
Cuando despertó, Francisco se vio leyendo el ABC en
Casa Cobo. Como hacen casi todos los viejos había comenzado su
lectura con las esquelas del día. Una de ellas llamó su atención:
era la suya.
- ¿Qué,
Don Francisco?. ¿Un cafetito antes de partir a verla?.
Francisco
alzó los ojos y vio a Juan el camarero como a través de un filtro.
-
Abuelito, toma; para que le compres chuches a la abuela.
Francisco
tomó el duro que le ofrecía la pequeña Julia, aquel diablillo de
ojos azules y pelo rojizo que tanto quería.
- Te
quierito mucho, abuelo. Mucho, mucho te quierito.
“No me llames Dolores, llámame Lola;
que ese nombre en tus labios
sabe a amapola, sabe a amapola”
Al oír aquella vieja canción se
volvió, y en el umbral de un hermoso zaguán sevillano vislumbró la
figura de una muchacha con una falda al bies ondulando suavemente con
las brisas del mayo. Entonces se atrevió a contestarle:
“De
noche y día sólo pienso en ti.
Y
eres la reina de amor, ay, sí, sí”
La muchacha dio unos pasos hacia él
y su rostro quedó iluminado por una luz celestial: Lola, siempre
Lola, hermosa como una virgen sevillana y destilando almíbar por
todos sus poros al verle.
- ¿Te acuerdas lo bien que cantó la
Piquer aquel año, Francisco?. Siéntate, que hoy prepararé yo las
tostadas.
El viejo catedrático no lloraba
porque no podía él solo con tanta alegría. Su corazón latía
fuertemente de amor, sus manos sentían vocación de abrazar a su
Lola, sus ojos no podían ver más que a ella y todo su cuerpo sólo
ansiaba despilfarrar aquel cariño, aquel amor, aquella entrega a esa
mujer. Se sentía poseído por una tremenda locura de amor que hacía
dolerle el alma.
- Ven, Francisco. No tengas prisa.
Hay tiempo; mucho, mucho tiempo.
Y con estas palabras de Lola,
Francisco volvió a dormirse, y volvió a soñar dentro del sueño en
el que soñaba que había soñado que dormía y en el que soñaba que
dormía.
* * *
El Sábado de Pasión
llegaron muy de mañana las limpiadoras y el sacristán a la iglesia.
Había que prepararlo todo para el Domingo de Ramos, para la misa en
la que los feligreses del barrio recogen su palma bendecida y los
sevillanos gustan de admirar los pasos en sus iglesias.
- ¡Anda!. Mira este pobre viejo.
Parece que se quedó dormido en los cultos de ayer. Abuelo,
despierte, que son las ocho de la mañana.
La limpiadora era una guapa morena
de poco más de veinte años que posiblemente ayer fuera con sus
amigos a “empezar la noche”, ya que se le notaban señales de
cansancio en sus dulces ojos negros.
- Abuelo, venga hombre, que ya es
hora de irse a casa.
El sacristán y la otra limpiadora
se acercaron a Francisco.
- Buen hombre.- dijo el sacristán
tocándole el hombro – Por favor, no haga bromas con estas cosas.
Le puso una mano en el rostro y vio
que estaba extraordinariamente frío.
- Este hombre está muerto.
Después de estas palabras se hizo
un silencio glacial y, al cabo de un rato, la limpiadora más joven
se atrevió a romperlo.
- ¡Que muerte más dulce!. Mirad la
sonrisa que hay en su rostro.
En efecto, Francisco sonreía de
forma beatífica, y aquella guapa limpiadora le dio un beso en la
frente.
* * *
El resto
de esta historia es rutina, y no hay que explicarla porque pueden
imaginársela a poco que la hayan escuchado con atención. Al igual
que en los cuadros barrocos, en los grandiosos y hermosos grecos o
zurbaranes del XVII, en ella hubo una línea del cielo y otra de
tierra. La primera, la del cielo, es la que nos interesa. Francisco
volvió con Lola, con su Lola, allí donde el tiempo y el espacio se
confunden en uno; y en una pequeña salita, sin cuadros enmarcados
con lazos negros ni atisbos de luto, prepararon ambos los más dulces
y exquisitos desayunos que imaginarse puedan: chocolate con
picatostes, calentitos de papa rebozados con azúcar, pan frito con
vino duro y un café claro con su chorrito de leche y una cucharadita
de azúcar, que éso de la sacarina son tontadas de médicos que ya
no pintan nada allí donde se encontraban para siempre Francisco con
Lola, y Lola con Francisco y, de vez en vez, Lola le decía:
- Paco, ¿porqué no me recitas aquel
tan bonito de la cena? Lo de Baltasar de Alcázar
.
Y Francisco, solícito, respondía:
“En
Jaén, donde resido,
vive
Don Lope de Sosa
y diréte, Inés, la cosa
más brava que de él has oído”.
Rafael Navarrete Bohórquez
Cuaresma sevillana de 2000
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