domingo, 3 de marzo de 2013

“Cuento de Cuaresma: Viernes de Dolores y Alegrías”



Para mí, lo fantástico
procede siempre de lo cotidiano”

Julio Cortázar


Francisco gustaba de hacer el mercado muy de mañana, casi al amanecer. Al fin y al cabo, desde que se jubiló hacía ya la friolera de cinco años, la compra se había convertido en su principal ocupación.
Aquel día, como todos, se levantó muy de mañana, con las campanas de un convento cercano que llamaban a maitines. Salió de la cama y sentóse en el wáter, exoneró el vientre e hizo sus abluciones matutinas. Después le llegó el turno al rito diario del afeitado, con brocha, jabón y navaja, como es de recibo en un hombre que siempre se había vestido por los pies.
Ya aseado, se dirigió a la cocina, donde se preparó un café claro que siempre tomaba con leche y un poquitín de azúcar. Eso de la sacarina eran tonterías de médicos, y Francisco pensaba que, como dice el refrán, quien pee fuerte, mea claro y caga duro no precisaba galeno ni boticario.
Al bajar a la calle, con la luz del alba en los cielos, compró su ABC en el kiosco de Alberto y vio las mortuorias. Era una suerte el día que no venía la de algún familiar o conocido. A su edad, uno sabe que pronto navegará por la laguna Estigia y siempre se está a la espera de la pronta visita de la Parca.
Francisco gustaba de sentarse en un velador de mármol de Casa Cobo, donde Juan el camarero le llevaba su segundo café del día y, de vez en vez, una tostada con ajo y aceite de oliva que le sentaba a las mil maravillas.
Abrió el ABC por las páginas en donde hablaba de cultos cofradieros. Hoy era Viernes de Dolores, y en este pórtico de la Semana Grande le apetecía ver todos los años el traslado del Cristo de la Quinta Angustia a su paso. Lola era también muy aficionada a todo lo relacionado con la Semana Mayor de Sevilla, aunque ella prefería el traslado del Cristo de la Mortaja, en el hermoso Convento de la Paz. A veces, para convencerla, Francisco le recordaba aquella saeta que oyeran cantar al Calvario saliendo de su templo:

Las tinieblas del Calvario

en soles se convertían,

que tú nos diste la luz,

cambiando la muerte en vida,

desde el árbol de la Cruz”

pero, claro, ella contraatacaba con otra:

Con blanco lienzo de lino

le hicieron una mortaja,

y con aromas muy finos

el Santo Cuerpo embalsaman

de aquel Cordero divino”

Llegó la hora de hacer la compra, que efectuó en el mercado de la Puerta de la Carne: un poco de fruta, una merluza fresca a muy buen precio y unos despojos, mollejas de cordero, el plato preferido de Lola, aunque el médico le decía siempre que no abusara de ellas. ¡Que sabrían ellos!. Por último, compró el buen pan caliente, recién hecho, de la tahona de las Doncellas.
Cargado con la prensa, el pan y la compra subió a su casa, en la calle Rastro, lindante con el antiguo Cuartel de Intendencia y actual sede de la Diputación Provincial.
Francisco calentó café en una cacerola y sirvió dos humeantes tazas. En la mesa camilla de la pequeña salita colocó, cuidadosamente, las dos tazas con sus cubiertos, el pan tostado y la aceitera. Fue de nuevo a la cocina por el azucarero, aquel de barro cocido tan bonito que Lola comprara en Aracena, que se le había olvidado. Al sentarse, colocó frente a él la foto de Lola, enmarcada con su lazo negro en el ángulo superior derecho.
- ¿Te echo el azúcar, niña?. – se dirigió a la foto – No te molestes, que ya te preparo la tostada.
Encendió la radio y sonó la canción de la Piquer que tanto les gustaba:

Cuando el domingo te pones
el traje negro de pana
y ese clavel en la boca
y ese sombrero de ala ancha...”

- Que bien cantó Doña Concha el año 49 en el Teatro San Fernando, ¿recuerdas?. He olvidado el nombre de aquel espectáculo, ¿tú te acuerdas, Lola?, aunque nunca se me va de la cabeza lo muchísimo que nos gustó. Era la mejor de todas. Y encima casó con aquel torero, Pascual Márquez, que era uno de los grandes. El torero y la tonadillera, la esencia del ser español. ¿Quieres que te ponga otra tostada?.
El Viernes de Dolores era fecha señalada todos los años para Francisco y Lola. Era el santo de ella y el pórtico de la Semana Grande, pero sólo para los iniciados, como Francisco, como Lola; el uno con el Calvario, la otra con la Mortaja.

                                                            La otra con la mortaja.

                                                                                        La otra con la mortaja.

A Lola la amortajaron las Hermanas de la Cruz el Viernes de Dolores de hacía ya tres largos años.
- Lola, ¿no vas a tomarte el café?. Bueno, ya me lo llevo..
Francisco cogió la taza de Lola y se quedó mirando su foto. Dejó con cuidado la taza en la mesa y tomó la foto con sus dos manos, con muchísimo cuidado, como si fuese un pajarico caído de su nido. Con los dedos índice y corazón de su mano derecha acarició el dulce rostro enmarcado de Lola.
- Perdona un momento, querida.
Colocó de nuevo la foto en la mesa y se dirigió al cuarto de baño. Abrió el grifo del lavabo y dejó correr el agua. Entonces, empezó a llorar; larga, cansina, amargamente, tapándose el rostro con las manos, como avergonzado. No podía soportar el hecho de que Lola no estuviera a su lado, pero tampoco el llorar delante de ella, delante de su foto, delante de su recuerdo; todavía no. Dicen que los mejores se van los primeros y así había ocurrido con Lola, y Francisco quedó solo y desamparado, como el pastor de la égloga de Garcilaso.
Francisco se miró al espejo, se humedeció los ojos con agua y recitó en voz alta y clara, como le gustaba a Lola aquel pasaje de las Églogas.

           “¿Dó están agora aquellos claros ojos
             que llevaban tras sí, como colgada,
             mi alma doquier que ellos se volvían?.
             ¿Dó está la blanca mano delicada,
             llena de vencimientos y despojos
que de mí mis sentidos le ofrecían?
Los cabellos que vían
con gran desprecio el oro,
como a menor tesoro,
¿adónde están? ¿adónde el blando pecho?
¿dó la columna que el dorado techo
con presunción graciosa sostenía?
Aquesto todo agora ya se encierra,
por desventura mía,
en la fría, desierta y dura tierra.”

Lola era muy aficionada, al igual que él, a la poesía clásica del Siglo de Oro, sobre todo a Garcilaso y a San Juan de la Cruz, a los que llamaba “dulces cantores del alma castellana”.
Decidió perfumarse antes de salir, como si hubiese hecho algo sucio. Patrich era su colonia, y Lola gustaba de comprarla en frascos de a litro en un comercio de la calle José Gestoso porque le salía más barato, y así aprovechaba y le llevaba un par de calcetines de hilo o unos calzoncillos. A Lola siempre le gustó comprarle la ropa interior, aunque Francisco nunca entendió el porqué. Cosas de mujeres, pensaba él. Ahora tenía que comprársela solo, cuando ya se le habían hecho viejas o el elástico no apretaba como debía.
Volvió a la salita, recogió los restos del desayuno, colocó en el centro de la mesa el retrato enmarcado de Lola con su lazo negro y salió de nuevo a la calle, con su ABC debajo del brazo. Era una soleada mañana de primavera, algo fresca, que invitaba al paseo, pero su destino estaba algo alejado. Se dirigió a la parada del autobús y se sentó en ella esperando que llegara. No tardó mucho. Le mostró al conductor su carnet de pensionista y pasó al fondo, donde se sentó y comenzó a leer su periódico: el artículo de Capmany, el de Manuel Barrios, las Cartas al Director... En las páginas de Sevilla hojeó los horarios de los actos y cultos cofradieros vespertinos: el traslado de la Quinta Angustia, de la Mortaja, del Señor de las Tres Caídas de San Isidoro... Había donde escoger, pero veríamos que decidía Lola. Ella siempre tenía la última palabra.

                                                                         La última palabra.

                                                                                                   La última palabra.

Las últimas palabras de Lola fueron ininteligibles. Algo así como un jadeo agónico entrecortado cruzado de muchos ¡Dios mío!, ¡Dios mío!. La vida no imita al arte; lo empeora. El arte es medida, canon, razón, poesía, ritmo. La vida es real; es el caos de la existencia. El arte es digital y discreto; la vida, analógica y continua. Un fractal complejo en un espacio de dimensión infinita. Por eso, el arte embellece lo que en la vida es doloroso. Un muerto en la cruz es una visión infernal, pero el Cristo del Amor es de una belleza sublime.
Unos día s antes de morir, sintiéndose ya muy enferma, Lola le dijo que no quería que la quemaran. Quería que sus restos reposaran en el hermoso cementerio de San Fernando, en ese bello jardín que Sevilla le ha dedicado a la muerte. Quería descansar en una tumba en el suelo sobre la que colocaran una sencilla lápida de mármol blanco con la siguiente inscripción:



Dolores Ruiz Melgarejo
(1932-1996)
Siempre vivirás en nosotros


¡Cosas de mujeres!. Pero era su deseo y Francisco lo cumplió.

El autobús llegó al cementerio y Francisco se apeó de él. Compró un ramo de claveles rojos en uno de los puestos de flores de los aparcamientos situados a la entrada del camposanto. Eran las flores apropiadas para un Viernes de Dolores, para la sin par cuaresma sevillana, y para el pórtico de esa Semana Santa que tanto gustaba a su Lola.
Enfiló la calle de la Fe, la avenida principal de la necrópolis sevillana, hasta llegar al Cristo de las Mieles, ante quien musitó una breve oración, como siempre hacía. Luego volvió sobre sus pasos y llegó ante la tumba de Lola, de su Lola. Quitó las flores secas de los jarrones y colocó cuidadosamente las nuevas. Luego se acercó a una de las fuentes cercanas y cogió un cubo y paños con los que se dispuso a asear la tumba. Aquel año no había llovido mucho y el polvo afeaba la tumba de su esposa. Cuando acabó las tareas de limpieza se incorporó y contempló su trabajo.
- ¿Que tal, Lola?. ¿Va todo bien?.
- Papá, por favor. ¿Ya estamos otra vez?. ¿Por qué no nos has esperado?.
Era su hijo Rafael, con su nuera Carmen, que venían al cementerio en el aniversario de la muerte de su madre.
- Hola, hijo. ¿Y los niños?.
- Se han quedado en casa, papá.- le respondió su nuera Carmen dándole un cariñoso beso - ¿Porqué te empeñas en castigarte tanto?.
- Pero ¿qué dices?. Anda hija, no seas tonta y déjame con mis cosas, que no son más que manías de viejo. Además, debéis respetarme porque soy el abuelo de vuestros hijos, y lo único que hago es cumplir un deseo. El deseo de ella de que su tumba siempre se encontrase adecentada. ¡Tantas veces hablamos de envejecer juntos!. Y ese sueño se truncó, como una empresa que se va al garete. ¿A quien hago daño sino a mí?. No creáis que estoy loco; y en todo caso, si lo estoy, es loco de amor, que es la más hermosa locura en que pueda caer un hombre de mi edad. ¿Acaso os imagináis que no sé con certeza, con absoluta y cruel certeza, que Lola se me murió hace ya tres años; que hace ya mil noventa y cinco noches que duermo solo?. Pues claro que lo sé, y lo sufro, y lo siento. Pero ¿aceptarlo?. No; nunca lo aceptaré; y por eso todas las mañanas le preparo el café, que va al sumidero, y las tostadas, que acaban en el cubo de la basura. ¿A quien le importa, sino a mí?. Ya no tengo edad para usar el viejo truco del recurso del beber, así que dejad que me engañe como pueda, con sueños, ilusiones, fantasías que no hacen daño a nadie. Dejadme con ella, por favor, que siempre fue mía, y volved con los niños, con la alegría, con la vida. A mí ya sólo me queda el recurso de la mentira, del sueño, de la ilusión. Tened en cuenta que ella, vuestra madre, fue para mí una muchacha que hacía revolotear sus faldas por las fiestas del barrio. Primero fue mi novia, luego mi mujer; después se convirtió en la madre de mis hijos y más tarde en la dulce abuela de mis nietos. Pero siempre, y por encima de todo, fue mi compañera, y ahora es mi sueño. Dejadme con mis soledades y mis penas, que bastante tengo con arrastrarlas.
Francisco tenía los ojos húmedos, como su hijo. Carmen volvió a darle un beso.
- Sólo desearía que tu hijo me quisiese tanto como tú quisiste a Lola.
- Como la quiero, Carmen. Como la quiero.

*          *          *

 
Francisco almorzó ese día en casa de su otro hijo, Ramón, y de su nuera Isabel. Por complacerle, y por cumplir con la vigilia, Isabel le preparó un guiso de bacalao con fideos que estaba para chuparse hasta los codos, y de postre, arroz con leche. Un típico almuerzo cuaresmal.
- Vamos a ver que te parece este tinto manchego que me ha regalado Isabel, papá.
Ramón sirvió una copa a su padre, que la paladeó lentamente.
- Muy bueno, Isabel, muy bueno. Tienes buena mano para el vino, y éso denota cultura. Dicen que las personas que saben beber, saben vivir, y tú sabes vivir, hija.
- Y tú también, abuelo. Que bien sabes catar todo aquello que se te pone por delante.
- Es que es de los pocos placeres que nos quedan a los viejos. Con la edad perdemos fuerza, vigor, memoria, hasta el sexo nos abandona, pero el olfato diríase que se agudiza, o al menos así me lo parece. Con los años sólo nos quedan los placeres de la mesa a los que hemos perdido por causas mayores los de la alcoba. Hombre, podemos leer, pero la vista se cansa; oír música, pero casi siempre, sin darnos cuenta, nos hemos dormido. El pasear cada vez es más fatigoso, y la charla con los amigos se torna repetitiva. Pero puede que nuestra vida haya merecido un vaso de buen vino y un plato colmado de una simple, pero excelente, sopa de ajos. Y a veces nos entretenemos pelando judías alrededor de la mesa de la cocina, o arvejas. Entonces, entornamos los ojos y al igual que Proust con su magdalena, recordamos tiempos pasados, más jóvenes, más felices. Por eso los viejos – no los ancianos ni la tercera edad; los viejos, que es lo que somos – rejuvenecemos con el beber y el yantar; porque es lo que nos queda después de tanto desgastarnos al caminar por la vida.
- Papá, es admirable lo bien que hablas.- comentó su nuera.
- Pues no tanto, porque al fin y al cabo es con lo que me he ganado siempre la vida, con el lenguaje.No en balde soy catedrático de Instituto –ya jubilado- de Literatura y Lengua Española. ¡Hombre!, aquí está mi niña.
En el salón había hecho su entrada la pequeña Julia, la menor de sus nietos, un diablillo de ojos azules y melena rizada y pelirroja que era el ojito derecho de su abuelo.
- Hola, abuelo. ¿Me das un duro?.
- Pronto empezamos hoy. Toma, cinco duros para que te compres alguna que otra chuchería.
Francisco se quedó mirando a su nieta con arrobo.
- Me recuerda muchísimo a su abuela: los mismos ojos, el mismo cabello. Será tan hermosa como ella.
- Seguro, papá. Seguro.

*          *           *


Después de tomar café, Francisco se fue paseando a su casa. No se encontraba lejos de ella, ya que Ramón vivía en la cercana calle San José. Al pasar por el Cuartel de la Puerta de la Carne se entretuvo leyendo por enésima vez el azulejo dedicado a Cervantes, uno de los que tanto abundan por las calles de Sevilla, y con sus frases en la mente llegó a su casa.
- ¡Lola!. ¿Estás ya preparada?. Venga, que vamos a salir.
Se dirigió a la foto de Lola y le dio un beso.
- Tu nieta estaba hoy lindísima. Me preguntó por tí; de seguro que quería que le dieras algo para comprar esas chucherías que tanto le gustan. Bueno, me voy a arreglar en un santiamén y salimos. ¿A que no sabes que santiamén viene de las palabras latinas “Spiritus Sancti, Amen” con que suelen acabar muchas oraciones de la Iglesia?. ¿Cómo que sí?. Desde luego es que no se te puede enseñar nada porque lo sabes todo.
De alguna manera, Francisco estaba contento. Sus hijos y nietos le habían alegrado el día. Si Lola viviera sería todo como un bello sueño, pero al faltar ella la felicidad quedaba eclipsada. Ya no estaba a su lado para alegrarle la vida y calentarle la cama. Por eso recurría al engaño; al engaño a sí mismo del que se estaba convirtiendo en un auténtico experto.
Abrió el ropero y escogió el traje gris oscuro, muy apropiado para un Viernes de Dolores, se anudó al cuello de una camisa de tonos levemente azulados una corbata de color lila y volvió a perfumarse con Patrich.
- Lola, ya podemos salir. ¿Qué te parece si vamos primero a la Alfalfa al besamanos de San Isidoro?. ¡Que guapa te has puesto!. Pareces una mocita.
Francisco besó el retrato de Lola y salió a la calle. Se llegó primeramente a San Nicolás, donde rezó delante del palio de la Candelaria por el alma de su esposa. La virgen estaba, como siempre, preciosa con su hermoso manto azul bordado en plata según la escuela juanmanuelina de tantísima tradición en Sevilla. El Señor era otra cosa; de pequeño tamaño y tallado íntegramente en madera, incluida la túnica, nunca había sido de su agrado, aunque a Lola le encantaba.
Tomó café en el Horno de San Buenaventura de la Alfalfa, con un pestiño de la casa que le recordó el delicioso sabor que tenían los que su esposa preparaba todos los años en la víspera de un día como hoy, con tanta dulzura que diríase que la miel y el anís salieran de sus propias manos más que del colmado donde los comprara. Lola solía colocar junto a ella un barreño con agua templada en la que había dejado macerar puñados de anís – matalahúva, como decimos los sevillanos – y mojaba en ella sus manos antes de coger la masa para darle forma y freírla. Aquella operación tan simple dábanle a sus pestiños un sabor especial, un dulce olor a madre, a hogar, a Lola, que lo hacían inconfundibles. ¿Cómo iba a aceptar que ya no estuviera a su lado, si hasta un simple pestiño le recordaba su ausencia?.

Señor, ya me arrancaste lo que yo más quería.
Oye otra vez, Dios mío, mi corazón clamar.
Tu voluntad se hizo, Señor, contra la mía.
Señor, ya estamos solos mi corazón y el mar”.

Con estos rebeldes versos de Don Antonio se dirigió Francisco mentalmente al Señor de las Tres Caídas, colocado en besamanos en su capilla lateral de la hermosa iglesia de San Isidoro. Besó devotamente la mano que portaba la cruz de aquel Señor caído como él, agotado, herido, pero al menos Él tenía la ayuda del buen Simón de Cirene, y Francisco no tenía quien lo ayudara a portar su cruz. ¡Eran tan largos los días y tan dolorosas sus noches!. Con la edad, el cuerpo necesita menos horas de descanso y las noches de Francisco se habían convertido en largas duermevelas que se le hacían insoportables. Últimamente había dado en leer clásicos de la poesía española: Berceo, Manrique, Quevedo... que de alguna manera actuaban como bálsamos sobre su alma herida, pero el bálsamo sólo calma, que no cura, y su pecho estaba de amor tan lastimado que, poco a poco, Francisco veía como la vida se le escapaba.
Se dirigió al Salvador para visitar al Señor de Pasión y al grandioso Cristo del Amor. Es increíble la belleza que en su interior atesora la que se podía considerar, sin duda alguna, como la segunda catedral de Sevilla. A su memoria acudió otra saeta oída con su Lola:

Pasión le llama Sevilla
y es de Pasión un clavel,
hinca, hermano, la rodilla
y mira que maravilla
de Martínez Montañés”

El increíble nazareno, que antes procesionaba con cirineo y ahora no, estaba colocado también en besamanos en su hermosa capilla barroca del lateral izquierdo del templo del Salvador. Fuera, en la plaza, los jóvenes tomaban cervezas en las tres bodeguitas situadas en los soportales vecinos de la cerería donde beatos y capillitas hacían provisión de útiles de cuaresma. Francisco observó con sorna como un chaval de alrededor de dieciocho años, con un pequeño pendiente en su oreja izquierda y con el pelo muy rapado y teñido de rubio, compraba incienso en la cerería mientras llevaba, con gran cuidado, un capirote recogido probablemente momentos antes en la cercana calle Alcaicería. Al salir con los recados hechos se encontró con unos amigos en las mencionadas bodeguitas y se lió con ellos un cigarrillo de haschís mientras saboreaba una cerveza y comentaba que salía el lunes en el palio de la Vera-Cruz. Así es Sevilla: una ciudad excepcional que sólo se da al que desea poseerla, pensó Francisco mientras paladeaba un oloroso que se permitió tomar por ser el día que era, rodeado de muchachos y muchachas en flor que podían ser sus nietos. De hecho, uno de ellos era su nieto mayor, que se le acercaba en compañía de su novia.
- Abuelo, que bien te lo montas ¿no?.- Su nieto Rafael le dio un beso- Seguro que ya te has visto tres o cuatro pasos.
- Claro que sí, hijo. Ya sabes como me gustan. ¿Qué?. ¿Dando una vuelta?.
- Haciendo tiempo para empezar la noche.
- Toma; tráele algo a tu novia y te pides lo que quieras.
- ¡Mil pelas!. Con esto tengo para toda la noche.
- Pues mejor, así os tomáis luego otra a la salud de tu abuela, que ya sabes que hoy es su día.
- Abuelo, por favor. No empieces.
- Yo no empiezo nada. ¿O acaso no es hoy el día de tu abuela?.

- Bueno, vale. ¿Te pido algo, abuelo?.
- No, hijo. Yo ya he completado mi cupo hasta el Domingo de Ramos.
La novia de su nieto lleva por hermoso nombre el de Elisa, y con dieciséis años tenía ya el cuerpo ondulado con formas de mujer. Francisco se sorprendió mirando al soslayo y a la tenue luz de la Plaza del Salvador cómo los pequeños pechos de Elisa dibujaban formas suaves de alcores de campiña sevillana. No pudo evitar esbozar una sonrisa al llevarse a los labios la copa de oloroso. Al fin y al cabo, los viejos sólo se solazan con la vista y con el paso de los años le atraen más los capullos en flor que la rosa en su plenitud. Pero su mirada era limpia y no necesitaba ser lavada después de efectuarla. Como decía Machado:

“El ojo que ves no es
ojo porque tú lo veas;
es ojo porque te ve”

Sus ojos eran ojos porque la veían, y no podían escapar a su condición. Además, Elisa era una niña preciosa que a Francisco le caía muy bien.
- ¿Dónde vais a ir ahora, Elisa?.
- Pues no sé, abuelo. Tomaremos algo por ahí y a las doce y media hemos quedado con unos amigos aquí en el Salvador para rular un poco.
- A las doce y media. Muy bien, hombre, muy bien. Cuando yo estaba de novio con la abuela de Rafael tenía ya veintitantos años, la carrera acabada y un puesto de trabajo, y tenía que salir con ella llevando al lado una carabina,amén de devolverlas a su casa antes de las nueve de la noche.
- Que mal rollo, ¿no, abuelo?. No entiendo como podían vivir así. ¡Ea!, ya está aquí mi novio con la Coca-Cola. A su salud, abuelo.
- A la tuya, hija. A la tuya.


* * *


Los niños se fueron por la Cuesta del Rosario a sabe Dios qué, y Francisco miró el reloj. Las ocho y media pasadas. En otros tiempos hubiera tenido que acompañar a Lola y su hermana a casa, pero hoy estaba solo. Pensó que no merecía la pena llegarse a la Magdalena para el traslado de la Quinta Angustia y cayó en la cuenta de que hacía muchos años que no veía el del Señor de las Tres Caídas. Decidió acercarse a San Isidoro para verlo. Prefirió la calle Córdoba a la Cuesta del Rosario; en primer lugar por ser un camino más agradable, aunque algo más largo, y después por dejar que la parejita fuera a su aire, sin la mirada espía del abuelo. Los pajaricos que abandonan el nido deben volar sin que sus mayores los vigilen.
Plaza del Pan, Alcaicería, Alfalfa, Luchana; durante todo el trayecto, que hizo muy lentamente, fue observando los muchachos y muchachas que, animadamente, se dirigían a “empezar la noche”, como le había indicado su nieto. Era muy hermosa la frase. Para ellos significaba comenzar la diversión, encontrarse con los amigos, beber, vivir. Para él pudiera ser todo lo contrario: empezar la noche de su vida, acercarse al ocaso de su existencia, contemplar cómo se ocultaba el sol sobre sus días. De todas maneras, no eran pensamientos sombríos. Es hermoso llegar a la noche cuando se ha contemplado un amanecer luminoso que ha ido dando luz a un largo día de plenitud.
Empezar la noche. Quizás aquellos jóvenes fueran furibundos corifeos de aquella “infame turba de nocturnas aves” de la que hablaba Góngora. Francisco siempre había pensado que la humanidad se dividía en dos grandes grupos: los del día y los de la noche, los amantes del sol y la luz y los adoradores de la luna y la oscuridad. Según veía, la juventud del fin del milenio era mayoritariamente nocturna, selenita, eléctrica. Aquellos mozos educados en la navegación por Internet y el culto al ordenador no precisaban de soles para iluminar sus vidas. Les bastaba con el gesto eléctrico de un hilo de cobre para orientarse en sus vidas como si dicho hilo fuese una afinada aguja de navegar. Ellos no sabían de poesías, rimas o métricas, ni falta que les hacía. Serían seguramente fontaneros del espacio. Preferían el DVD al cine, el E-mail a la carta de amor entregada al buzón más cercano, el “chateo” a la tertulia en el café. ¿Tiempos mejores o peores?. Quién sabe. Francisco era un anacronismo en estos tiempos: un catedrático jubilado de Literatura Española; ¿qué es eso y para qué sirve?. Aquellos jóvenes serían eminentes oftalmólogos que curarían con gran eficacia los ojos de sus bellas pacientes, pero a las que nunca dirían:

“Ojos claros, serenos,
si de un dulce mirar sois alabados
porqué si me miráis, miráis airados”

Francisco había dedicado toda su vida al estudio del uso correcto de la lengua española, a la difusión y comprensión de sus mejores obras, y a estas alturas, cansado y cercano ya a su fin, se encontraba con que sus propios nietos usaban términos como typear, apendear, linkar, plotear... ¿Cómo hacer ver a toda una generación la importancia del uso correcto de su idioma?. ¿Cómo explicarles la belleza y el goce que encierra la lectura del Lazarillo?. Quizás fuera él quien se equivocara, y en un mundo que se mueve a la velocidad del pensamiento no quede tiempo para humanidades, pero lo cierto era que a estas alturas de su vida la lectura de las églogas de Garcilaso resultaban ser mayor bálsamo para su alma que todos los ansiolíticos que le prescribiera el médico. Y es que su alma andaba muy herida de amor y todo su ser se hallaba dirigido por la ausencia de Lola.
Como quiera que fuese, enredado en estos pensamientos provocados por la observación de las pandillas juveniles que pasaban por la calle, Francisco llegó a las escalinatas que accedían a la iglesia de San Isidoro, donde iban a dar comienzo los cultos cuaresmales y el traslado del Señor de las Tres Caídas a su paso.
Entró en la iglesia, que se encontraba ya llena, y halló hueco en un banco trasero, donde siguió con mucho interés el rosario que rezaron los hermanos portando en andas al Nazareno caído en tierra que hacía ya más de tres siglos tallara Francisco Ruiz Gijón. Terminado el rezo del rosario, se dirigieron los porteadores con su Señor al hermoso paso barroco en el que se encontraba ya esperándolo la prodigiosa talla de Simón de Cirene, del mismo autor del Señor.
El humo del incienso, los rezos entonados en voz queda, la tenue iluminación de velas de la iglesia, el olor a cera, incienso y el del azahar que adornaba el palio de la virgen del Loreto, todo ello junto hizo que Francisco se fuera entregando poco a poco a los brazos de Hypnos, el dios griego del sueño. Al principio era sólo una modorra que le hacía dar cabezadas de las que despertaba al poco tiempo, pero éstas se fueron haciendo cada vez más amplias hasta que quedó profundamente dormido.
Francisco soñó con aquella época en la que Lola aparecía en el zaguán de una casa de la calle Cristo del Buen Viaje que tenía a gala hacer la mejor Cruz de Mayo de toda Sevilla. Eran finales de los años cuarenta y, por aquellos entonces, Lola era una mocita preciosa que llegaba con biznagas en el pelo y una falda que revoloteaba con la suave brisa del mayo sevillano. Aquella falda al bies ondulando alrededor de las piernas de aquella niña preciosa enloquecía al buen Francisco, que era un mocito muy afectado, en el buen sentido del término, y bien plantado a la caza de muchachas en flor.
Francisco soñó que bailaba con su Lola en aquel patio floreado y engalanado con cadenetas de colores de papel de celofán, dando vueltas y más vueltas que hacían salir volando a los dos hasta llegar al cielo en el que, sobre nubes rosas y blancas de azúcar de feria, seguían bailando y bailando toda la noche, pero una noche iluminada por un sol radiante que embellecía aún más a su Lola.
Hubiese querido no despertar nunca de aquel sueño. Incluso morir allí, en brazos de ella, pero sintió que le tocaban el hombro. Al principio no quiso atender aquel llamado, pero insistieron y notó una presión más fuerte en su hombro. Miró a Lola y vio como ella se separó de él diciéndole adiós con la mano, alejándose entre las nubes que la iban ocultando como una tenue niebla.
- Ve con ellos. - le dijo Lola al alejarse.
Francisco abrió los ojos. A su lado se encontraban dos jóvenes vestidos a la hebrea. Francisco se sobresaltó.
- No se asuste, buen hombre.- le dijo el más joven – No queremos hacerle ningún daño sino llevarlo ante nuestro padre. Verá como su charla le hace mucho bien.
- ¿Acaso conozco a vuestro padre?.
- Ya verá como sí. Mucho más de lo que pueda pensar.
Francisco se levantó del banco eclesial donde había tenido aquel dulce sueño y acompañó a los extraños jóvenes.

        “Recordar
los dulces sueños del ayer;
recordar
las melodías soñadas”

Como una música que bajase del cielo oyó aquella vieja canción de los cuarenta.
- ¿Quién canta?.
- Seguramente su conciencia.
- ¿Qué quieres decir con éso?.
- Las palabras sólo quieren decir aquello que quiere oír su destinatario. No se asuste, Francisco. Nada de lo que vea u oiga debe asombrarle. Está entrando en el reino de los sueños y todo estará en su justa medida. Mire, aquí está nuestro padre.
Mientras tenía lugar esta pequeña charla habían llegado a los pasillos que conducían a la sacristía de la iglesia, adornados con elementos barrocos por doquier. De pie, frente a unos candelabros salomónicos, se encontraba un hombre de unos cincuenta años, también vestido a la usanza hebrea, que se aplicaba en encender las velas de los mismos.
- Bienvenido seas, Francisco; ven y siéntate. Debo explicarte algo.
- Creo que debería más bien explicar bastantes cosas.
- Bueno, no te impacientes. Primero haré las presentaciones. Estos dos jóvenes que te han traído a mi presencia son mis dos hijos, Alejandro y Rufo, que nacieron en Cirene cuando el Maestro explicaba a los hombres la Palabra del Padre. Ambos fueron discípulos de Pablo, y vinieron con él a estas tierras a predicar las enseñanzas de nuestro Maestro. Incluso pudiera ser que lo hicieran en la misma Sevilla, aunque entonces no se la conociera por este nombre. Al final de la epístola de Pablo a los romanos, se menciona a Rufo y a su madre, como puedes comprobar con su lectura. Supongo que te habrán tratado bien, ya que son buenos cristianos. Y te preguntarás porqué quiero hablar contigo. La verdad es que no soy yo quien quiere hablarte, sino alguien más importante. Yo te conduciré ante Él.
- ¿Y quién eres tú?.
- Mi nombre es Simón, de la localidad galilea de Cirene, y al igual que hace dos mil años ayudé a un hombre a hacerle más soportable el peso que acarreaba, hoy voy a ayudarte a ti a llevar tu carga, tu pesada carga.
- ¿Qué sabes tú de mi carga?.
- Todo, porque me lo ha dicho Aquel que todo lo ve y todo lo sabe. Tu carga es la muerte de Lola, su ausencia. La falta de su olor en la almohada cuando te levantas, el no oír su voz desde el cuarto de baño, el sacar de paseo solo a tus nietos. Todas esas pequeñas cosas que hacen que tu vida sea vacía y sin color. Si falta la risa de ella en casa nunca podrás suplirla con la de tu nieta Julia, por mucho que quieras a esa niña. ¿Tengo o no razón?.
Francisco calló ante las palabras de Simón, ya que había definido a la perfección su callado dolor, aquel que sólo él conocía. Y puede que también Lola, y quizás Dios, aquel Dios en el que creía con esa fe de carbonero que sus padres le inculcaron en los ya tan lejanos años en que jugaba con pantalón corto.
De repente sintió que algo le rondaba, una presencia glacial que le resultaba desagradable y atractiva a la vez, como si llevara tiempo esperándola y temiéndola al mismo tiempo. La presencia de la Parca.
- Así pues, déjame que cargue con tu cruz y sígueme. Vamos a ver a ese Señor cuya visión alegra los corazones de todos aquellos que creen en Él, como tú. ¿Quieres seguirme, Francisco?.
Simón comenzó a andar muy lentamente por el pasillo de la sacristía y salió a la iglesia seguido de Francisco. Sería ya de madrugada y la iglesia estaba iluminada tan sólo por las velas del altar mayor y de las capillas laterales. El Nazareno de Gijón estaba colocado en su paso, caído en tierra, en la que se apoyaba con su brazo derecho mientras que el izquierdo sostenía la pesada cruz a la que iban a clavarle. Situado detrás de Él y mirando a su diestra, el buen Simón de Cirene le sostenía el travesaño vertical que sería enterrado en el Gólgota para levantar la cruz en la que tendría su agonía aquel hombre justo que no había hecho daño a nadie. Francisco se colocó al lado del Cirineo de carne y hueso que rezaba ante su Maestro. No sabía que hacer. Aquello no podía ser real, y sin embargo lo era. Francisco miró a su izquierda, a la capilla que flanquea la puerta de salida a la calle San Isidoro; en ella se encontraba la capilla de Nuestra Señora de Salud, con su pequeño niño en brazos, el Chato de la Costanilla le llamaban, con la expresión beatífica del bebé que ha quedado ahíto después de mamar. Miró al frente y sus ojos se encontraron con los de la Virgen del Loreto, y le pareció que ésta le sonreía. Entonces, la virgen descendió de su palio y se puso a caminar por un campo repleto de laureles, un loreto, como le correspondía a esa bella dolorosa sevillana. Se acercó a Francisco y le hizo entrega de la pequeña réplica en oro del Plus Ultra, el avión en el que Ramón Franco y sus dos compañeros cruzaron el Atlántico, y que siempre la acompaña por ser patrona del arma de Aviación.
- Toma, Francisco. Para que te pasees en él con Lola cuando te la encuentres en el cielo.
Francisco tomó aquel lujoso juguete y lo guardó en un bolsillo de su chaqueta. El loretal se desvaneció tal y como había aparecido, y la virgen volvió a ocupar su lugar debajo del palio.
- Alejandro, Rufo: acercaos.
Los hijos de Simón de Cirene obedecieron rápidamente a su padre.
- Desnudad a Francisco, pero dejadle el regalo que le ha dado nuestra Señora.
Francisco quedó rápidamente desnudo con el pequeño Plus Ultra de oro asido por su mano derecha.
- Desnudos llegamos a este mundo y desnudos lo abandonaremos. El ropaje no es más que un signo de distinción social, un elemento diferenciador. No nos vestimos para abrigarnos, sino para demostrar quienes somos. El rey lleva vestidos regios; el juez, su toga para asustar al reo; viste de soldado el general y con andrajos el pordiosero. Tú debes quedar desnudo para hablar con Él, aunque puedes quedarte con ese juguete que te ha dado María. Ahora debo dejarte, pero volveremos a vernos allí donde el arco iris es circular. Desnudos los dos, desnudos todos, como salimos de nuestras madres. Mis hijos ya han partido allí donde el tiempo fluye en todas direcciones, y será allí donde yo, Simón de Cirene, te quitaré tu cruz y tu carga, y me recitarás algunos de esos versos que tanto amas.
Simón abrazó a Francisco y se marchó. En ese momento sonaron seis campanadas; sordas, cadenciosas. La primera apagó todas las velas de la iglesia. Las dos siguientes fueron iluminando con un tono amarillento pálido el paso del Señor. Con la cuarta, comenzó a sonar un motete. La quinta campanada llegó con una suave brisa y la sexta quedó flotando en el aire, reverberando al mismo tiempo que el oboe, clarinete y la flauta travesera del motete intensificaron su volumen. Después de tres repeticiones del mismo vino un silencio que quedó roto por un Réquiem. Francisco lo reconoció de inmediato. Era el sobrecogedor Réquiem de Ligetti: “Requiem aeternam dona eis, Domine, et lux perpetua luceat eis”. Las notas de este Réquiem llenaron la iglesia de sonidos fantasmales que sobrecogieron el ánimo de Francisco, sobre todo al llegar el momento en que el coro entona el “Confutatis maledictis, flammis acribus addictis: vera me cum benedictis”.
- Francisco, ha llegado la hora. ¿Estás preparado?.
La música cesó tal como había comenzado. Todo volvió a su ser. Sintió pudor por su desnudez.
- No te preocupes. Sólo precisan ropajes los que deben ocultar algo. Tú debes acudir desnudo al seno del Señor. ¿Sabes quién soy?.
Francisco dio la callada por respuesta. No estaba seguro de acertar. Por un lado, creía estar soñando; por otro, juraría hallarse ante el Señor de las Tres Caídas.
- Soy Aquel a quien te diriges cada vez que vas a ver a tu Lola: el Cristo de las Mieles, del Amor, el Señor de Pasión, o si lo prefieres, Nuestro Padre Jesús de las Tres Caídas. Y vengo a traerte el descanso y a concederte lo que tanto me has pedido. La vuelta co n Lola, con tu Lola, y espero que realmente lo quieras.
- Con toda mi alma, Señor.
- Pues muy bien, así se hará. Siéntate y descansa, que más tarde nos veremos.
Francisco volvió a encontrarse en el interior de la iglesia. Un silencio sepulcral llenaba la misma, pero sonaron de nuevo seis campanadas. La primera volvió a encender las velas, las dos siguientes quitaron la luz amarillenta del paso del Señor; las cuarta y quinta sonaron como si las tocaran ángeles o querubines, tiernas, argentinas, y con la sexta entró en un profundo sueño, un sueño reparador, como si fuese el sueño eterno, el último sueño.
Cuando despertó, Francisco se vio leyendo el ABC en Casa Cobo. Como hacen casi todos los viejos había comenzado su lectura con las esquelas del día. Una de ellas llamó su atención: era la suya.
- ¿Qué, Don Francisco?. ¿Un cafetito antes de partir a verla?.
Francisco alzó los ojos y vio a Juan el camarero como a través de un filtro.
- Abuelito, toma; para que le compres chuches a la abuela.
Francisco tomó el duro que le ofrecía la pequeña Julia, aquel diablillo de ojos azules y pelo rojizo que tanto quería.
- Te quierito mucho, abuelo. Mucho, mucho te quierito.

No me llames Dolores, llámame Lola;
que ese nombre en tus labios
sabe a amapola, sabe a amapola”

Al oír aquella vieja canción se volvió, y en el umbral de un hermoso zaguán sevillano vislumbró la figura de una muchacha con una falda al bies ondulando suavemente con las brisas del mayo. Entonces se atrevió a contestarle:

De noche y día sólo pienso en ti.
Y eres la reina de amor, ay, sí, sí”

La muchacha dio unos pasos hacia él y su rostro quedó iluminado por una luz celestial: Lola, siempre Lola, hermosa como una virgen sevillana y destilando almíbar por todos sus poros al verle.
- ¿Te acuerdas lo bien que cantó la Piquer aquel año, Francisco?. Siéntate, que hoy prepararé yo las tostadas.
El viejo catedrático no lloraba porque no podía él solo con tanta alegría. Su corazón latía fuertemente de amor, sus manos sentían vocación de abrazar a su Lola, sus ojos no podían ver más que a ella y todo su cuerpo sólo ansiaba despilfarrar aquel cariño, aquel amor, aquella entrega a esa mujer. Se sentía poseído por una tremenda locura de amor que hacía dolerle el alma.
- Ven, Francisco. No tengas prisa. Hay tiempo; mucho, mucho tiempo.
Y con estas palabras de Lola, Francisco volvió a dormirse, y volvió a soñar dentro del sueño en el que soñaba que había soñado que dormía y en el que soñaba que dormía.

* * *

El Sábado de Pasión llegaron muy de mañana las limpiadoras y el sacristán a la iglesia. Había que prepararlo todo para el Domingo de Ramos, para la misa en la que los feligreses del barrio recogen su palma bendecida y los sevillanos gustan de admirar los pasos en sus iglesias.
- ¡Anda!. Mira este pobre viejo. Parece que se quedó dormido en los cultos de ayer. Abuelo, despierte, que son las ocho de la mañana.
La limpiadora era una guapa morena de poco más de veinte años que posiblemente ayer fuera con sus amigos a “empezar la noche”, ya que se le notaban señales de cansancio en sus dulces ojos negros.
- Abuelo, venga hombre, que ya es hora de irse a casa.
El sacristán y la otra limpiadora se acercaron a Francisco.
- Buen hombre.- dijo el sacristán tocándole el hombro – Por favor, no haga bromas con estas cosas.
Le puso una mano en el rostro y vio que estaba extraordinariamente frío.
- Este hombre está muerto.
Después de estas palabras se hizo un silencio glacial y, al cabo de un rato, la limpiadora más joven se atrevió a romperlo.
- ¡Que muerte más dulce!. Mirad la sonrisa que hay en su rostro.
En efecto, Francisco sonreía de forma beatífica, y aquella guapa limpiadora le dio un beso en la frente.
* * *
El resto de esta historia es rutina, y no hay que explicarla porque pueden imaginársela a poco que la hayan escuchado con atención. Al igual que en los cuadros barrocos, en los grandiosos y hermosos grecos o zurbaranes del XVII, en ella hubo una línea del cielo y otra de tierra. La primera, la del cielo, es la que nos interesa. Francisco volvió con Lola, con su Lola, allí donde el tiempo y el espacio se confunden en uno; y en una pequeña salita, sin cuadros enmarcados con lazos negros ni atisbos de luto, prepararon ambos los más dulces y exquisitos desayunos que imaginarse puedan: chocolate con picatostes, calentitos de papa rebozados con azúcar, pan frito con vino duro y un café claro con su chorrito de leche y una cucharadita de azúcar, que éso de la sacarina son tontadas de médicos que ya no pintan nada allí donde se encontraban para siempre Francisco con Lola, y Lola con Francisco y, de vez en vez, Lola le decía:
- Paco, ¿porqué no me recitas aquel tan bonito de la cena? Lo de Baltasar de Alcázar
.
Y Francisco, solícito, respondía:

En Jaén, donde resido,
vive Don Lope de Sosa
y diréte, Inés, la cosa
más brava que de él has oído”.



Rafael Navarrete Bohórquez
Cuaresma sevillana de 2000

“AURORA DE ESPERANZA”



...Franco, tuya es la hacienda,
la casa,
el caballo
y la pistola.
Mía es la voz antigua de la tierra.
Tú te quedas con todo y me dejas desnudo y errante por el mundo...
Más yo te dejo mudo... ¡mudo!
Y ¿cómo vas a recoger el trigo
Y a alimentar el fuego
si yo me llevo la canción”.

León Felipe
Hay dos Españas” (1942.1946)


- Mira, hijo. En este país había hombres buenos y hombres malos. Un día, los hombres buenos decidieron que había que acabar con los malos, y empezaron una guerra para terminar con ellos. Los hombres malos resultaron ser los buenos, y los buenos demostraron ser muy malos y no perdonaron a nada ni a nadie. Ya van para tres años de guerra, y hoy, los hombres buenos, que resultaron ser tan malos, decidieron que yo, tu padre, era un hombre malo y por éso me van a matar.
- Calla, cabrón, y no adoctrines al niño.
- Lo siento; sólo intentaba explicarle porqué van a fusilar a su padre.
- En la España de Franco fusilamos a quien nos sale de los cojones, hijo de puta. Explícale que eres un rojo de mierda.
- Sólo tiene cinco años.
- No te preocupes. Ya se lo explicaremos nosotros.
- ¿Puedo hablar a solas con mi hijo?.
- Tú no hablas a solas ni con el cura.
Pablo fue fusilado al amanecer delante del muro de la iglesia del pueblo junto con siete compañeros más. El forense dictaminó parada cardíaca como causa de su muerte en el registro judicial de aquel fusilamiento, uno de los muchos que aquel amanecer acaecieron en tantos pueblos y ciudades de aquellas dos Españas enfrentadas.
En febrero del 39, la República poco podía hacer ya, salvo rendirse. La España de Franco iba a ganar la guerra.
Pablo fue fusilado como tantos otros, y su hijo pequeño, de cinco años, nunca pudo entender porqué le quitaron a su padre.
- A tu padre lo fusilaron porque fue militante del P.O.U.M. hasta los sucesos de Mayo del 37. Después de aquello, se afilió al sindicato anarquista, la C.N.T. Cuando las tropas de Franco tomaron el pueblo en febrero del 39, el III año triunfal, lo detuvieron y a los pocos días lo fusilaron. Fue acusado de rebelión y de corromper a la juventud, ya que era el maestro del pueblo. A mí me pelaron a rape y me pasearon por el pueblo. Pasé cinco años en la cárcel y tú fuiste acogido por tus abuelos. El resto ya lo sabes. Vinimos a Madrid y me puse a trabajar en una fábrica de alimentación. Tú estudiaste en la Escuela Nacional del barrio, donde todos los días izábais la bandera y cantábais el “Cara al sol”. Gracias a la ayuda de tus abuelos pudiste entrar en la Universidad, para estudiar Matemáticas, pero te negaron la beca por ser hijo de rojo, y hoy me dices que participas en las revueltas estudiantiles de estos días. Tengo mucho miedo, hijo.
Por boca de Elisa hablaba el miedo, la guerra, el terror de veinte años de dictadura. Su hijo tenía un don especial para los estudios, sobre todo para las matemáticas y la física teórica, y era tan atractivo como su padre.
Elisa hubiera deseado que se marcharan a Francia, un país libre, pero su hijo Pablo deseaba luchar contra Franco. A ella ya no le quedaban fuerzas para oponerse. Se la habían quitado a fuerza de golpes y años de cárcel, y no deseaba ese futuro para su hijo.
En el año 56, el Ministro de Educación Nacional, Don Joaquín Ruiz Jiménez, un demócrata-cristiano, había iniciado una tímida política de apertura en la Universidad española, pero aquello había dado lugar a que muchos estudiantes se manifestaran en la calle contra el régimen del general.
Pablo no se había destacado especialmente, pero sí participó en las algaradas. Hasta ahora, había tenido suerte, pero quién sabía lo que podía pasar. Hacía ya 5º de Matemáticas y de seguro que ese curso se licenciaría.


* * *

- Pablo, podríamos ir al cine a ver “Rebeca”.
- Pues sí. Dicen que está muy bien.
Pablo y Elena eran novios y compañeros de facultad desde hacía tres años. La familia de Elena tenía una desahogada posición económica y no veía con agrado el noviazgo de su hija con Pablo, huérfano de padre en la guerra y no muy de posibles, aunque reconocía los grandes valores que poseía el muchacho.
En aquella España de los años cincuenta no era extraño que hubiera huérfanos de guerra de un bando y otro, pero Pablo era hijo de rojo y éso marcaba. Elena estaba muy enamorada de Pablo, y en éso su madre la entendía perfectamente: Pablo era tan guapo como su padre, muy educado y trabajador. Ayudaba a Elena en sus estudios, ya que estaba dos cursos por encima de ella. Los padres de Elena no podían oponerse a aquel noviazgo, aunque hubiesen preferido un mejor partido para su hija. Además, ¿quién puede saber nunca lo que futuro nos depara?. Quizás Pablo ganara una cátedra universitaria gracias a su esfuerzo y tesón. Pudiera ser que la situación cambiara. ¡Pablo sabía tanto de espacios de Hilbert y superficies de Riemann!. Pero era hijo de rojo, y éso no se perdonaba.

* * *

- El P.O.U.M., ésto es, el Partido Obrero de Unificación Marxista, nació de la fusión entre el Bloque Obrero y Campesino de Joaquín Maurín y la Fracción Comunista Ibérica de Andréu Nin. Era un partido con cierta implantación en Cataluña, antiestalinista, aunque bastante crítico con las posiciones de Trotsky, y que tenía sus propias milicias en el frente de Aragón. En mayo del 37, los obreros de Telefónica se declararon en huelga en Barcelona y la Generalitat mandó al ejército y a la Guardia Civil para volverlos al orden. Desde el primer momento, el P.O.U.M. se puso del lado de los trabajadores y aquello provocó un enfrentamiento armado en las calles de Barcelona entre ellos, por un lado, y los comunistas por otro. El P.S.U.C. aprovechó la situación para exterminarlos. Andréu Nin fue secuestrado por militantes comunistas y ejecutado por agentes de la III Internacional.
Pablo oía las explicaciones de su amigo Joaquín, un estudiante de 4º de Derecho muy leído, que le explicaba, de algún modo, quién era y de dónde venía.
- La C.N.T. y la F.A.I. eran muy fuertes desde su creación a finales del siglo pasado. En la guerra civil disponían de sus propias milicias, de centenares de locales repartidos por toda la España republicana y cientos de miles de afiliados, muchos más que el sindicato socialista U.G.T.
Dicen que muchos de los antiguos militantes anarco-sindicalistas colaboran ahora con el sindicato vertical de Franco. Pudiera ser. Que tu padre pasara de las filas del P.O.U.M. a las de la C.N.T. después de los sucesos de mayo fue la evolución lógica de muchos militantes de izquierda en aquellos años. Además, con sus antecedentes, nunca lo hubieran admitido en el P.C.E. ni en el P.S.O.E.

* * *

El padre de Pablo estaba enterrado en una fosa común el algún lugar de Aragón. Nunca pudo Elisa arreglar su lápida ni colocar flores en un jarrón los primeros de noviembre. Los rojos no usaban sombrero ni podían descansar en paz en la España de Franco, pero sus hijos podían estudiar en la Universidad si alguien los ayudaba y no se metían en líos, siempre y cuando no olvidasen lo que eran.
Los padres de Elisa, Jaime y Beatriz, ayudaron todo cuanto pudieron a su hija. A su edad vivían de las rentas que obtenían de las tierras que poseían en Fraga, su pueblo natal, tierras que fueron colectivizadas por la C.N.T. durante la guerra.
Jaime perteneció a la C.E.D.A. de Gil Robles en la República, pero al terminar la contienda se alejó de todo lo que significara política y se dedicó a incrementar su patrimonio para ayudar a su hija viuda y a su nieto huérfano. Seguramente veía demasiada crueldad en aquella victoria y, de alguna manera, quería suavizarla.
Beatriz era la típica abuela: cariñosa, educada, generosa en regalos de Reyes y cumpleaños, narradora de cuentos por la noche, amiga de helados y chucherías...
Cada 29 de Junio, día de San Pablo, Beatriz llevaba a Pablo, aparte de la obligada tarta, unos espléndidos regalos: balones de reglamento, patines, libros de la colección Historias de la Editorial Bruguera. En ellos, Pablo leyó a Julio Verne, Mark Twain, Emilio Salgari...
Su abuelo Jaime le abrió el día de su Primera Comunión una cartilla de ahorros en la que todos los meses le ingresaba 25 pesetas. Con aquellos ahorros pudo costearse sus estudios universitarios, pero nunca pudo comprarse un padre.
El fantasma de su padre asesinado en la guerra pesaba sobre él como una losa, y su alma clamaba venganza sin saber cómo ejecutarla. Algo olía a podrido a Madrid, como le ocurría al dubitativo Hamlet. Tan sólo deseaba que Elena no enloqueciera ni su cadáver apareciera flotando en el Manzanares.
La España de Franco era digna heredera del más de medio millón de muertos que cayeron en la guerra. Madrid era una ciudad de un millón de cadáveres, en frase de un poeta, y España sufría la enorme vergüenza de haber matado a Federico, otro poeta. Entre uno y otro podríamos decir que la poesía o, al menos, cierta poesía no casaba bien con aquella España.
Pero de nuevo llegaron vientos de Africa: en Ifni, los marroquíes habían empezado a atacar territorio español. Se mandó desde la Península primero a los paracaidistas y después a Carmen Sevilla para que los entretuviera. Todo fue en vano. La gloriosa España de Franco perdió su territorio africano frente al reino de Marruecos. ¡Que gran hazaña!. Carmen Sevilla fue nuestra Marilyn del Africa, y los paracas nuestros gloriosos boinas verdes. Pero de ésto no se pudo hablar en absoluto en la España que dirigía el pequeño general. Era materia reservada y tan sólo se podían publicar las noticias que el Ministerio de Información y Turismo daba por válidas. Ni una palabra de los gloriosos caídos en combate por Dios y por España. Y cayeron muchos. A todos ellos se les enterró de tapadillo, en ataúdes sin lujos y en tumbas casi anónimas. Entre ellos estaba un compañero de facultad de Pablo al que el glorioso ejército español mandó a Sidi Ifni, como a tantos otros, décadas anteriores, al Rif.
Esteban, pues ése era su nombre, fue degollado mientas vigilaba con un viejo Cetme los Saetas de la base aérea de Sidi Ifni por un campesino rifeño de Txauen al que su rey le puso un uniforme. No había nada personal entre ellos. Tan sólo el deseo de sus dueños de conservar o aumentar sus posesiones.
Carmen Sevilla era la Carmen de España, y no la de Merimée, pero aquel muchacho pagó con su vida por toda la miseria de su patria e incluso se le negó una sepultura digna, pero al menos su familia le podría poner flores los primeros de noviembre, aunque fuese vigilados por la Brigada Político-Social. Pablo ni éso podía hacer por su padre.

* * *

- Es muy fácil. Hay que matar a Franco. Le pegamos un tiro con un rifle de precisión y ya está.
Joaquín estaba pletórico, y trataba de transmitir su entusiasmo a Pablo.
- ¡Claro!. ¡Así de fácil!. Y después nos fusilan sin juicio previo, naturalmente.
- No, hombre. Franco, como todo dictador, es muy dado a tomar baños de multitudes. Descontemos la Plaza de Oriente y su balcón, por razones de seguridad. Nunca lograríamos introducir un rifle allí. Pero piensa en un trayecto desde El Pardo hasta la Carrera de San Jerónimo para inaugurar las Cortes. El sapo impío e iscariote irá sentado en su Rolls, gordo como un cerdo, saludando a sus españolitos de a pie. Entonces, nosotros, apostados en una azotea de una casa del trayecto le metemos un tiro entre ceja y ceja y huimos tranquilamente.
- Huimos tranquilamente a Francia, claro. ¡Tú estás loco!.
- No, Pablo. Mi plan es posible y debe ser realizado. Franco debe morir, y tú y yo lo mataremos.
- Pero, ¿dónde conseguiremos el rifle?.
- Eso no es problema. Yo tengo uno, de caza mayor, de mi padre. Y ése será el que usaremos.


* * *

Elena sentía miedo. Sentía miedo por Pablo. Sabía que algo pasaba y que algo aún peor iba a suceder, a pesar de que Pablo había acabado brillantemente su licenciatura el curso anterior y preparaba ya su doctorado sobre espacios de Hilbert. Todo parecía ir bien, pero algo fallaba. Pablo estaba siempre como ausente, distraído, preocupado. Y no era por su futuro laboral o su doctorado, sino por algo más profundo.
- Pablo, ¿qué te ocurre?.
- Nada, bonita. ¿Porqué va a ocurrirme algo?.
- No lo sé, pero te noto extraño.
- Figuraciones tuyas. Toma, te he comprado estos libros.
Elena abrió el paquete que le ofrecía su novio y se encontró en "El Jarama" de Rafael Sánchez Ferlosio y "Bonjour, tristesse" de Françoise Sagan.
- Pablo, eres un cielo. Estaba deseando leer los dos. Me han hablado muy bien de ellos.
- Pues ya los tienes. Espero que te gusten.
- Seguro que sí – Elena se arrimó a él y le susurró al oído toda una declaración – Te quiero.

* * *

- Padre, quisiera confesarme.
- Dime, hijo. ¿De qué te acusas?.
- Voy a cometer un pecado horrible; el peor de todos. Voy a matar a un hombre.
- ¿Cómo?.
- Tengo que matarlo, y quiero confesión.
- Pero ¿cómo te vas a confesar de un pecado que todavía no has cometido?.
- Porque debo hacerlo. Franco no puede vivir.
- ¿Franco?.
- Sí. Voy a matarlo.
- Pero tú estás loco.
- No, padre. No estoy loco. Tengo que matar a Franco para que este país pueda vivir en paz.
- Pero hijo mío; Franco es el hombre que ha traído la paz a España.
- Sí, la paz de los cementerios; la paz callada y lúgubre del camposanto que celebra todos los años la victoria sobre sus enemigos.
- No, hijo. Tú no conociste la República y sus desórdenes. Gracias a Franco, España se salvó de la barbarie roja y jóvenes como tú podéis vivir en paz.
- No lo veo así. Mi padre fue fusilado sin compasión al final de la guerra por haber defendido a los desposeídos, a los pobres, como manda Jesús.
- Mira, hijo. En todas las guerras se cometen errores, y seguro que la muerte de tu padre lo fue. Pero mira la España de hoy, un país en paz, que crece, que cada día es más fuerte y donde los jóvenes como tú sois educados en los valores cristianos de Occidente.
- Padre, se lo pido por Dios; perdone el pecado que tengo que cometer.


* * *

- Pero bueno, ¡tú estás loco!. ¡Confesarle a un cura que vas a matar a Franco!. ¿Qué quieres?. ¿Que nos detengan?.
- Tranquilízate, Joaquín. No pasará nada. El padre debe guardar el secreto de confesión.
- El secreto de confesión se lo pasa el cabrón de tu cura por los cojones, imbécil. ¿Tú sabes lo que significa matar a Franco?. ¿Matar a un asesino iluminado que entra en las iglesias bajo palio como si fuese el Santísimo?. Tú y yo solitos vamos a acabar la obra del Valle de los Caídos. Eso si no nos fusilan antes, claro.“AURORA DE ESPERANZA”
- Que no, Joaquín. El padre Damián no dirá nada.
- ¿Cómo que el padre Damián?. ¿Pero es que te conoce?.
- Claro; es el párroco de mi barrio.
- ¡Dios mío!. Hay que salir de España y rápido. Venga, prepárate. No vayas a tu casa. Manda a Elena que te recoja lo más indispensable y huimos a Francia.


* * *


- ... Fejér demostró, en 1903, que pueden usarse series de Fourier divergentes considerando en lugar de la sucesión de sumas parciales {sn}, la de medias aritméticas {n}, donde
s0(x) + s1(x) + … + sn-1(x)
­­­­­­­­­ n(x) = ----------------------------------
n
Pero dejaremos aquí la exposición para continuar mañana, en que veremos el lema de Riemann-Lebesgue. Hasta mañana.
Pablo recogió sus notas y las metió en su cartera. Miró la hora: "C'est midi". Le resultaba extraño que aquel grupo de estudiantes le pidiese que les explicara series de Fourier en la Sorbona ocupada. "Bourguois, tu n'as rien compris", rezaba una pintada en el aula donde enseñaba a sus alumnos como el gran Fourier descubrió que se puede descomponer una función de variable real en una suma infinita de senos y cosenos.
Hacía ya doce años que tuvo que exiliarse a la France, la terre de la egalité, la liberté, la fraternité... y ahora se veía metido de lleno en aquel festivo fregado del 68 como españolito de izquierdas que era. El general Franco en España y, sobre todo, el general De Gaulle en Francia, se veían amenazados. Pablo, y toda Europa, habían pasado de la revuelta anticomunista húngara del 56 a la primavera de Praga del 68, en la que Dûbcek pedía un socialismo de rostro humano. Y los Beatles nos decían: "All you need is love" en una grabación emitida en directo a todo el mundo.
L'imagination au pouvoir" era la consigna de los estudiantes franceses, y los obreros los habían seguido en la revuelta. Pablo leía la prensa asombrado: Diez millones de trabajadores en huelga. Gréve, gréve, gréve por todos lados. Las Compañías Republicanas de Seguridad, los C.R.S., no podían ni sabían poner freno a la situación. Y Pablo enseñaba mientras tanto series de Fourier a un grupo de gauchistes en la Sorbona obrera de la que era profesor titular desde el 61.
En medio de toda aquella algarada, Godard rodaba la revolución en las calles, y en España Gracita Morales y López Vázquez hacían reír al españolito de a pie.
"Bourguois, tu n'as rien compris"; no había más remedio que estar de acuerdo con la consabida frase.
Pablo recordó a Elena, su antigua novia de la España de los 50. Cuando huyó de su país por el incidente del cura, Elena quiso seguirle, pero sus padres fueron inflexibles. No iría a Francia tras su novio perseguido. En el verano del 58, Elena pasó unos meses con él, en su pequeño cuarto del Barrio Latino. Decidieron de mutuo acuerdo la ruptura; no tenía sentido seguir así. Pablo no podría volver nunca. El Tribunal de Orden Público le pidió 30 años de cárcel por intento de magnicidio.
Joaquín corrió igual suerte, pero en la Italia de la Democracia Cristiana, en la Italia de los Rossellini, Visconti, Fellini... Se dedicó a escribir guiones de cine y, de vez en vez, Pablo lo visitaba en Roma, donde disponía de un despacho en los estudios Cinecittá, cercano al de Fellini. El exilio español daba sus frutos, y Pablo los recogía; no sólo por el hecho de ser profesor en la Sorbona, sino por ver a Francia envuelta en una revolución en cuya génesis algo tuvo que ver. Los republicanos españoles fueron de los primeros en entrar en el París liberado en 1945, y los exiliados españoles habían tenido bastante que ver en el estado general de agitación que asolaba toda Francia. Al menos, la mayoría habían aportado su granito de arena a la maquinaria para que ésta parara.
El 7 de mayo, más de 30.000 estudiantes se enfrentaron a los C.R.S. por las calles de París. Hubo unos mil heridos y Pablo fue unos de ellos. Una bala de goma de un C.R.S. (C.R.S., tu est un SS et un SA) le impactó en un brazo y le dejó un buen moretón de recuerdo. A los pocos días estaba de nuevo en las calles con el brazo dolorido. Pero el movimiento de mayo estaba herido de muerte desde sus comienzos. Casi como la guerra de los republicanos españoles contra los militares sublevados. Los obreros aceptaron las ofertas de los sindicatos y volvieron al redil. Los estudiantes se encontraron solos, y ellos no podían cambiar la Historia. El mensaje del general De Gaulle fue claro: o la normalidad volvía a las calles o sacarían los tanques a las mismas.
El 22 de agosto los tanques del Pacto de Varsovia entraron en las calles de Praga. "The dream is over", dijo Lennon.
España, en cambio, dormía desde el 39. Allí no había que despertar de nada. Treinta años de sueños bajo un cielo azul de toros, peinetas y claveles rojos y gualdas. Además, en pleno mayo francés, Massiel, después del escándalo de ese rojazo maricón del Serrat, ganó el prestigioso Festival de Eurovisión. España no estaría en el Mercado Común, pero el Dúo Dinámico arrasaba con su "La, La, La" en toda la Europa de las decadentes democracias.
Pablo pensó que habría pasado si hubiese podido matar a Franco. ¿Sería otra su patria, o sería otro él?. No lo sabía, no podía saberlo. Ahora era un apátrida perdedor, como quizás lo fue también su padre, al que se le negó hasta una sepultura digna.
Elisa murió aquel 68, en noviembre. Pablo no pudo asistir a su entierro y lloró, lloró amargamente la solitaria muerte de su madre. Con noviembre llegan a París los primeros fríos del invierno. Pablo había estado toda la tarde en su casa oyendo un disco de la Piquer.
"Duérmete, mi lunita, sol de los soles,
y te haré una cunita de caracoles.
Duérmete, gitanito de mis entrañas
Que eres tú más bonito que el Rey de España"
Era la "Nana Vidalita" que su padre le cantaba cuando era niño todas las noches para que se durmiera. Resultaba curioso que a la muerte de su madre recordara con cariño la nana que le cantaba su padre. La verdad es que Elisa nunca supo cantar y su padre, en cambio, siempre tuvo muy buena voz.
Cogió su pelliza y las llaves del apartamento y salió a la calle. Fué a parar a un vecino bistrot de su barrio, el Barrio Latino, y pidió una botella de coñac. Se tomó tres copas seguidas y entonces comprendió. Llamó al garçon, le pidió que guardara la botella en una bolsa y pagó su cuenta. Salió a la calle sintiendo el frío aire novembrino en el rostro. 1936, 1956, 1968 no importaban, ni todas las fechas que vinieran después. Pablo sacó la botella y sintió el ardor del coñac en su interior. Estaba borracho y sonrió: una guapa muchacha le miraba y él la invitó a compartir el trago. "Oui, chéri", dijo la chica y le mandó un beso con los dedos índice y corazón de su mano izquierda, "A gauche, toujours a gauche". Era Juliette, una de sus alumnas. Estaba preciosa, con su pelo rubio corto y sus pequeños pechos apuntando al cielo, pechos que quedaban enmarcados en una cazadora de cuero negro que llevaba abierta hasta su cintura, su estremecedora cintura. Recordaba extraordinariamente a la Jean Seberg del "A bout de souffle", y así era como se sentía Pablo viéndola, sin aliento. Se conocieron con aquellas series de Fourier que Pablo explicaba en la Sorbona ocupada de aquel ya tan lejano mes de mayo, y justo con la derrota del movimiento iniciaron una tórrida relación: el profesor y la alumna; el español y la francesita; el hombre maduro y la jovencita experta en tantas artes. Pablo era experto en derrotas, y Juliette sabía convertirlas en victorias. ¡Pablo reía tanto con ella!.
"¡Ay, corazón!, que bonita es mi novia.
¡Ay, corazón! Asomá a la ventana"

Pablo canturreaba esta copla mientras Juliette se le acercaba. "Ce sont fous ces spagnols, mais, moi, je t'aime beaucoup, Paul". Pablo la besó en la mejilla y le ofreció la botella, y Juliette bebió un sorbo que la hizo estremecerse contra él. Pablo sintió el fuego de la vida en su interior. Era como una aurora de esperanza.
- ¿Sabes, Juliette?. El mundo pertenece y ha pertenecido siempre a los optimistas.
- ¿Quoi?.- respondió Juliette, que no tenía ni idea de español.
- Rien, ma petite. Je suis devenu fou, mais je suis fou de la joie de vivre.
Juliette, con su aspecto de linda francesita, le besó. Pablo rodeó con su brazo la cintura de su alumna y caminaron abrazados por la amplia acera del boulevard de Saint Germain. Posiblemente, aquello era el inicio de una larga amistad.